Bajaba Pelín por el SuperVol doblando la esquina del cuartel de los soldaos y enfilando al Chinche cuando, súbitamente, tuvo la iluminación de que Mérida es una Nación, una nación, una nación. A ver, a ver, se decía para sí: si dos mil años de historia nos contemplan; si tenemos una lengua común, ese ceceo cérrimo que alarga la última vocal «Méridaaa dices»; si tenemos un sentimiento arraigado de que Badajoz nos roba, un himno, Romanitos, que hemos ampliado con el «Sí se puede», y un equipo de fútbol que es algo más que un club y envidia de quienes no han jugado nunca en primera.

Grandes prohombres jalonan nuestra historia: Viriato, Muza, Cristóbal Colón (tanto pasar a Guadalupe parando en Mérida da qué pensar), Pepe Fouto… En fin, a nivel de biografías estamos a la altura de cualquiera de esos que con menos historia quieren independencia, independencia, independencia. En el mundo de la cultura no tenemos parangón, hay que hilar muy fino para encontrar diferencias entre el Niño Bermejo y Monserrat Caballé, Salvador Dalí o Juan Ávalos, Vázquez Montalbán o Fernando Delgado. Y trascendiendo la cultura universal, ¿qué nación ha parido un Teatro Romano como el nuestro, imitado hasta en Roma, un Tabarín que dio lugar allende los mares a Las Vegas, o un Circo como el de Manolita Chen, demostrado está que nació en la calle San Salvador?

Como nación exigimos un puerto marítimo, vieja reivindicación, con salida natural por Caparica, y tener alta velocidad, ampliando vagones del trenecito turístico con estación central en Feliciano Becerra, y lanzaderas a Cantarranas, Montealto y Miralrío. Contaríamos también con nuestro ejército propio, ‘Mozos los tienen Cuadraos’, a cuya cabeza estaría el experimentado Mac Arthur. Todo es cuestión de poner como asignatura la ‘Historia de Mérida’ escrita por Pelín, repetirla en bucle por Canal Extremadura e inundar el mundo de mapas de la antigua Lusitania. Es lo que tiene mi querida España, que cualquier fantasma confunde ínfulas con disparates, disparates, disparates.