Llevo más de un mes sin pisar el Nevado y más, mucho más, sin atisbar el Chinche, templos de referencia emeritenses. Cien días sin comer con Arzbaiza y Gordillo. Y se pierde en una nube, en el aire, en el aire, otra cosa, de la que no me acuerdo ni de las posturas. O sea que ya no bebo lo que decían que bebía (esto es del otro Machado) ni hago bien el gazpacho ni el tercer verbo. Quitadas las grapas (¡gracias, Lucía!) constato que, efectivamente, lo que no mata te fortalece (peor, engorda) y toco madera no vaya a ser que a perro cojo todo se le vuelvan pulgas. Todo menos estar como chancho en la laguna, con el agua hasta el cuello y sin esperanza alguna, cita mexicana obligada. He debido de cambiar, pues me dejo llevar por las emociones, así que a partir de mañana cuando vaya a la Raya me dirigiré a la iglesia, al mercado y al cementerio (más emociones, difícil).

Esto, hoy, va de citas risueñas. Pero reír es algo más que un gesto que mueve músculos, es complejo y profundo, termómetro de salud, expresión de inteligencia; la risa, cura. Es más, alarga la vida. Y además de expansiva, si es permanente, misterio insondable del alma humana. Hay, amigo lector, que urgir a la risa porque se está convirtiendo en una mueca en peligro de extinción. Decía santo Tomás Moro: «Dichoso el que sabe reírse de sí mismo, porque nunca dejará de divertirse». Puestos a reírse, Dios es humor, poema de Gloria Fuertes, y sobre todo Dios (y nunca mejor dicho) es amor. Iba a escribir del Papa Francisco, pero me aconsejan que me cuide de pisar ese charco si antes no he bebido líquido de frenos. Me lo dice sonriendo. A Dios rogando y sonrisas dando. Por eso, lo voy a observar desde la lejanía, aunque, cantaba Yupanqui: «A que le llaman distancia/ eso me habrán de explicar/ sólo están lejos las cosas/ que no sabemos mirar».