La tristeza se ha metido en el bolsillo y parece un pañuelo de papel mojado. Ojalá se pudiera usar y tirar como un klínex.

La esperada salida a la calle no ha sido para mí, la aventura que esperaba. He visto imágenes para el derribo. Tal vez me dejé llevar por el deseo de ver el mundo tal y como lo habíamos dejado la tarde del seis de marzo. La Terapia con sus terrazas desplegando el olor a sandwich mixto templado; el Trastoque con sus farolillos en la esquina pareciendo un barco varado; Sukram con sus delicias espolvoreando de pigmentos la noche; Palmer dando sombra con sus gigantescas palmeras de chocolate y sus flanes de yema de sol; Álvarez Gato con sus crujientes y tempuras empapando los cucuruchos y El Laúd, con sus conciertos y madrugones en la punta de la lengua, cascabeleando trabalenguas y despachando noctámbulos en búhos por todo Madrid.

Al salir de casa cogí el pañuelo, lo eché al bolsillo y resultó que no era un pañuelo, que era la tristeza pegajosa y desconfinada que se venía conmigo de paseo. Así que al abrirlo, vi las consecuencias de la pandemia chorreando por la paredes de cada negocio, de cada bar y cafetería. Y si alguna vez hubo una mercería, ya ni se recuerda. La floristería anda pidiendo colores; en la zapatería asoman las botas del último invierno como espectros de una estación sin maletas.

Mientras avanzaba por las calles completamente mudas, sólo una sábana blanca colgada en una verja, usada como cartel o bandera de paz, ¿quién sabe?, llamó mi atención; me acerqué y pude leer: «para ti Sergio», al lado habían depositado unas flores, unas velas, insignias y cajas de zapatos, cuyo interior se me representaba como un inquietante secreto. Dos manzanas más abajo, entre la ropa tendida, alguien había desplegado a modo de sábana también, una fotografía de sus padres con un gran lazo negro. Estampas de Madrid que atornillan la tristeza en la garganta.

No reconocía mi barrio, me sentía desubicada, como si estuviera contemplando una ciudad fuera de cobertura, un mundo sin batería, una amalgama de ladrillos sin alma.

No encontraba el olor a tortitas que desprende Madrid a la hora de los colegios. En cambio, eran más que palpables las interminables colas de gentes en las puertas de las farmacias. Tanta desinfección, está dejando las calles sin el beso que te da en los labios una caracola de crema interminable y fundente.

Al fin, sí he podido conseguir levadura fresca de panadería, algo es algo. Un triunfo. Una victoria pequeña con la que ponerme a hacer pan y convertir mi casa en la portada de un cuento para niños, porque allí es donde huele mejor.

Me pregunto si los días de Dickens aún existen; si la bella literatura volverá a tener un hueco en nuestras vidas. ¡Aquella gran fábrica de belleza! la que se afana en apiolar los desaciertos, las indignidades e impurezas... ¿Abrirá sus puertas tras el ERTE?, ¿seguirá en pie o nos ofrecerá si acaso, migajas verbales, desperdicios tóxicos, papiros ideológicos?

Tal y como van las cosas, hasta la belleza se ha metido en un callejón sin salida. Se percibe un abandono preocupante de ella en todo cuanto nos rodea; una rimbombante adhesión al desaliño en las palabras, en los gestos. Nadie que nos proponga acrobacias intelectuales. Nadie que diga verdades absolutas.

Sin belleza, estamos en absoluto desamparo; parece que el destino sea huir hacia los bordes del cuadro y como Chejov, aislarnos nuevamente de los hombres. Volver a casa y atrincherarnos, bebernos a Ralph Waldo Emerson y emborracharnos con las Baladas Líricas de Wordsworth y Coleridge.

Deberíamos volver a confinarnos con la poesía del estado de ánimo. Desfasar como las aves de paso. Y en Punta del Este del estómago, padecer la atroz resaca: esa dificultad por no encontrar la palabra deseada, la torpeza al escribir verde como la esmeralda.

*Periodista.