El mero roce de algunas palabras duele unas décimas menos de fiebre, que cuando el teléfono acarrea la agitación de las despedidas. Duele unos centímetros menos; unas horas menos; una tila y un sueño menos. Pero ¡cómo duele! Yo las llamo palabras-aguja porque impiden a toda costa que puedas enhebrarles el hilo blanco de la escritura.

Vivimos pegados y apegados al dolor que brota sin cesar; y todo es a consecuencia de esta manía tan nuestra y tan moderna de tener encendido el chop-chop de las novedades a pleno rendimiento. Nos gustan tanto las «últimas horas» con su pizca de picante «urgente», como una buena pizza italiana. Devoramos como palomitas las noticias y al cierre… se nos queda corto el vértigo de cada día.

Parece como si al terminar de leer un titular, el hambre pasa a convertirse en gula y el estómago nos pide sin cesar, no sé, más y más sucesos, coyunturas más extravagantes; acaecimientos lunáticos que sacien nuestra voracidad. Siento como si entre nosotros hubiera proliferado otro peligroso virus: el de la impaciencia, la prisa. Algo así como un anhelo casi enfermizo por saber qué nos tiene preparado el universo y que nos lo cuente de inmediato.

Flota en el ambiente esa premura casi desquiciante por engullir el mundo entero y su complejidad en un minuto. La fuga de gas en un edificio en Madrid hizo saltar por el aire en un segundo, y arrinconar hasta el desván de las noticias muertas, la toma de posesión del nuevo presidente de EEUU.

Apenas recordamos el encanto de Filomena. ¿O es que fue un sueño? No, no lo fue. Aquella hopalanda blanca fue real y adornó por unas horas nuestras vidas. La nieve nevó, que la vimos todos. Dejó su espuma de satén en la madrugada, cuando nadie osaba pisarla y clareó por unas horas nuestras vidas. La nieve hizo luz, nos blanqueó, que lo vimos todos… Nos calmó, ¡bendita sea! dejándonos la mirada embozada, soñadora ante un desfile de mil novias.

Después, todo se diluyó. Las blondas del encantamiento se expusieron al color ceniciento, como siempre sucede con el traje inmaculado de las novias, que, al caerle encima el espesor de la fiesta y las serpentinas, se abandona al chapoteo de las pisadas.

Y ahora que rememoro la nieve, no puedo dejar de pensar en ella como el fenómeno que, al dejar su huella helada y lechosa en las avenidas tristes de Madrid, obró el pequeño milagro de Gabriel. El padre Gabriel, aferrado a su biblia bajo los escombros, ha sido uno de los supervivientes de la deflagración que asolaba la calle Toledo. Pero, sobre todo, el hielo se convirtió en el cielo improvisado para los niños de un colegio cercano. Son magnitudes que acontecen en los aledaños de las tragedias y que no dudo en interpretar como mensaje encriptado desde La Altura.

La vida está llena de prodigios, tan solo hay que mirar más profundo, en el mismo cáliz de la rosa con su avispa.

Ver el lado admirable, mirífico o poético de la vida, es un privilegio y aún van más allá quienes resuelven rodearse de arcángeles poetas. Es lo que ha sucedido esta semana en los alrededores del mancillado Capitolio: érase una niña etérea con ademán de mariposa perfumando de esperanza el trocito de siglo XXI por el que transitamos.

El bobo de Trump quería hacer añicos la cúpula sagrada de la democracia, pero es demasiado insignificante para hacer frente a toda la belleza del mundo. Ni todo su dinero puede deslumbrar como lo ha hecho Amanda Gorman, que, ante el asombro general ascendía por las delicadas colinas del verso… Verso liberado de su esclavitud.

Amanda Mariposa encendía así la luz tras el apagón de la conjura. Amanda Claridad es desde ahora. Es como si el nuevo presidente Joe Biden nos hubiera dicho: ¡Eh, mirad aquí, aquí hay un jardín!

Y otra vez el faro encendido.

* Periodista