Muchos de los que venimos de gentes que se dejaron la piel cultivando la tierra y criando ganado tenemos eso que ahora llaman conciencia ecológica casi por herencia. Puede que a otros les condicione menos el medio de vida de sus antecesores. Pero intuyo que una mayoría de los que tuvimos la fortuna de ver a nuestros abuelos labrando la tierra o alimentando a las reses albergamos, al menos, una especial sensibilidad por la conservación del medio natural y el cuidado de la fauna. Esto no sé si se debe al poso que dejan las experiencias vitales de la infancia o a los vestigios genéticos de los ancestros, que tenían muy interiorizado eso de que no había que destruir aquello que nos da de comer. Pero sí sé, a ciencia cierta, que quien ha crecido a partir de unas raíces bien hundidas en la tierra no suele ser propenso a la destrucción del medio de vida de las generaciones que le precedieron.

Ahora bien, entre el amor hacia la naturaleza, y el mimo con que la trataron quienes vivieron de ella (y muchos de los que les vieron hacerlo o de los que les relevaron en el quehacer diario), y las prédicas apocalípticas de urbanitas que no han plantado nunca, no ya un árbol, sino ni siquiera una mata de tomates, hay un trecho. Porque, muchos de los que nos aporrean el cráneo con las banderas del ecologismo, no tienen ni repajolera idea de qué es el medio rural, de la forma de vida del campesino, ni de cómo se promueve la pervivencia de los ecosistemas. Porque ellos enarbolan esas ideas por moda o conveniencia. Y predican la vuelta a la cueva desde una atalaya hiperconectada en la que no luce ni una maceta de perejil. Que no digo yo que haya que vivir en un chozo en medio de la nada para ser ecologista. Pero que, al menos, hay que saber de lo que se habla, y conocerlo medianamente bien, antes de dar lecciones a todo quisqui. Y que no se pueden prohibir el consumo de carne, la ducha diaria, la candela de leña, el uso de lanas naturales, la utilización de maquinarias o vehículos que se surten de combustibles fósiles, y hasta las flatulencias del ganado vacuno, porque a la progresía más pijotera de la historia le dé por ahí. Que hay muchos bosques por repoblar, y a ellos no les da por coger la azada para ponerse a abrir hoyos... ¡Hombre ya! H*Diplomado en Magisterio.