También pasó en la anterior crisis económica: pero hubo cierto periodo de aclimatación, de preparación para el infierno. El coronavirus ha significado un parón en seco de toda la actividad social. Una parálisis cargada de tragedia y dolor, también de vacío económico. De la noche a la mañana, son muchos los que se han encontrado sin ningún tipo de ingresos. Un abismo para los que vivían al día. Trabajadores afectados por un erte que aún no han cobrado la prestación, autónomos que han visto su actividad reducida a cero, trabajadores precarios que han visto volatilizados sus empleos, personas que vivían de la economía sumergida... Perfiles muy distintos unidos en una misma adversidad.

La demanda de alimentos ha aumentado considerablemente y las consultas sobre ayuda alimentaria se han multiplicado por cuatro desde el inicio del estado de alarma. La situación es de una angustiante emergencia. Las entidades de ayuda humanitaria no dan abasto, saben que no podrán mantener el ritmo durante mucho más tiempo y tienen problemas de logística difíciles de solventar.

Son solo dos meses, pero la vida nos ha cambiado de un modo radical. La alimentación, junto con la vivienda, ha pasado a ser la necesidad principal. Y lo peor, lo más preocupante, está aún por venir. La recuperación tardará. El coronavirus ha arrasado mucho más que la salud, hay sectores que quedarán especialmente tocados. Las ayudas del Gobierno van llegando y tendrán que llegar más, pero el temor es que no lleguen a todos. La sombra del hambre es real.

Son muchos los que en su vida habían imaginado encontrarse en una situación así. Trabajadores que, de forma repentina, han visto rota su estabilidad laboral y económica. También sus planes de futuro. El daño económico es lacerante, pero también es preocupante el perjuicio psicológico. La anterior crisis ya desnudó el percance mental que supone una situación de extrema precariedad. La sensación de irrealidad, de no acabar de comprender lo sucedido, ese cómo he acabado aquí, puede ser paralizante, frustrante, si no se recibe el apoyo y los estímulos necesarios para salir de la pesadilla.

El coronavirus ha apeado del mundo laboral a muchos, pero también ha dejado al descubierto la extrema precariedad, la pobreza más invisible. Esa que se movía en la economía sumergida, la que sobrevivía a base de chapuzas y trapicheos. Un duro ir tirando que la reclusión ha expulsado de la calle y ha condenado a un confinamiento de miseria absoluta. Estos días son multitud las iniciativas sociales que recogen dinero para que la comida llegue a todos. La situación es de una gravedad indiscutible. Los bancos de alimentos son el termómetro más preciso de las enormes carencias que la pandemia ha provocado, pero también son el reflejo del compromiso, la generosidad y la tozuda resistencia ciudadana.