Mi balance de estos tres meses ya lo hicieron los clásicos, como casi todo, hace ya muchos siglos. Necesitamos muy pocas cosas materiales para ser felices, y salvo la comida, un techo, los afectos y la salud, lo demás es completamente innecesario.

Me basta repasar estos cien días para saber que apenas he utilizado la ropa guardada en el armario ni tantos objetos acumulados con el único fin de su propia acumulación. Luego cada uno que añada alguna cosa a su ración particular de felicidad, en mi caso, los libros, y lo superfluo se vuelve mayúsculo. Esa es una de las enseñanzas de este confinamiento y de esta vuelta a la normalidad que cuesta más que nunca.

Otras son que enseñar no tiene nada que ver con la pantomima de hacernos creer que las clases virtuales pueden sustituir a la actividad presencial en las aulas, y que la escuela puede montarse con un ordenador o un teléfono. Y que lo mejor para este curso anómalo es tirar la casa por la ventana y perjudicar, como siempre, a los alumnos que trabajan en detrimento de los que se van a encontrar con un título o un aprobado recién salido de la tómbola enloquecida de quienes consideran que el aprobado debe ser la norma y el suspenso, solo una medida excepcional (como si antes los profesores suspendieran por el puro placer de hacerlo).

Estas últimas enseñanzas espero olvidarlas cuanto antes, y no tener que recordarlas nunca más, ni en un posible rebrote ni en el supuesto caso de que se considere más importante lo virtual que lo presencial, en cuyo caso, quizá habría que pensarse lo de la vocación y sus engaños.

Y por último, para acabar con una sonrisa al menos, otro aprendizaje fundamental ha sido que la estética no es lo mío, que las cejas crecen a pesar de todo, que hasta yo puedo hacer lasaña sin morir en el intento ni envenenar a los que me rodean, y que hay cartas, fotos y papeles que deberían tirarse antes de morir, no sea que algún desaprensivo los recoja y descubra que una vez cabías en un pantalón de peto vaquero, escribías poemas lacrimógenos y creías vivir en una sociedad donde se cuidaba a los ancianos, la política la hacían los mejores y la educación era el único poder capaz de cambiar a las personas. Tonterías de juventud, ya digo, como vestir de negro, un único pendiente largo, y una media sonrisa con la que pretendía reírme del mundo que ahora se carcajea de mí, sin pudor alguno.

*Profesora y escritora.