Por desgracia, durante los últimos años, la edad se ha convertido en un factor de discriminación bastante extendido. No es que esto sea algo puramente novedoso, porque la suma de añadas ha sido desde tiempos inmemoriales una excusa para que a una u otra persona se la mire mejor o peor, según la edad que cuente y la función que pretenda desempeñar en la sociedad. Pero sí es cierto que, últimamente, ha aumentado el nivel de influencia del factor edad. Paralelamente, y en ese mismo sentido, esta añeja 'nueva tendencia' ha ido desgastando el valor social que se otorgaba a nuestros mayores.

Esos mayores que hace no demasiado tiempo eran venerados como referentes morales y culturales, ahora han pasado a ser jubilados de modo anticipado, y no sólo laboralmente, sino también vitalmente. Y lo peor de todo es que de ahí a convertirlos en una parte más del mobiliario urbano hay apenas un paso. Porque ocurre que siguen presentes, pero han dejado de ser receptores de la atención, consideración y admiración que se les debe. Y eso, a muchos, además de provocarles desasosiego, les va apagando el alma y las ganas de vivir.

Si sumamos a esto que el ambiente -ya poco propicio para los provectos- se está viciando -aún más- con esos mantras de la 'nueva política' que exigen rayar en la cuarentena para poder investirse con el aura de líder, es, ciertamente, como para que nuestros mayores cierren el postigo y se tapen las mejillas con el embozo de las sábanas. Porque el mensaje soterrado que se les está enviando es verdaderamente desolador. Y, por eso, quien así lo crea ha de manifestar alto y claro, y sin miedo a la tiranía de lo políticamente correcto, que prescindir de los mayores, que tienen la experiencia de toda una vida a sus espaldas es un error mayúsculo. Haciéndonos los distraídos, ante esta situación, estamos cavando la tumba de nuestra civilización y de nuestro modo de vida.

Estamos dejando herrumbrarse a las grandes fuentes del saber vital, profesional y cultural que son nuestros mayores. Y estamos agrandando esas oquedades que acabarán por desestabilizar un edificio que, de momento, se cimbrea como un junco en mitad de la nada. Es cierto que el mañana no está escrito, pero tanta oscilación puede acabar por quebrar ese complejo constructo que es nuestra sociedad.