WEw l cambio de ciclo económico ha devuelto al debate público la errática política de inmigración española, desde que gobernaba el PP hasta que lo ha hecho el PSOE. A lo sumo, es mérito de los socialistas haber trasladado la cuestión de los inmigrantes desde las competencias del Ministerio del Interior --la consideración de los sin papeles como ilegales-- al de Trabajo, que afronta el fenómeno migratorio desde la complejidad de nuestro modelo económico, necesitado de trabajadores con bajos salarios en agricultura, construcción y hostelería. Estos cuatro millones largos de inmigrantes que se han instalado en España desde principios de siglo, y que han contribuído decisivamente al largo período de crecimiento del PIB hasta hace unos meses, ¿qué derechos de asentamiento y asimilación al resto de españoles tienen? Como han pagado impuestos y cotizado a la Seguridad Social, su derecho de acceso a las prestaciones de servicios públicos son indiscutibles.

Ponerlo en duda ante la contracción de la actividad económica, como ya es notorio en los sectores con mano de obra intensiva, es inadmisible. Cuestión distinta es que el Gobierno, tal como ha anunciado el ministro de Trabajo extreme la vigilancia para evitar la llegada de inmigrantes al amparo de la ley que permite la reagrupación familiar de quienes ya están asentados en España. Ni la escuela ni la sanidad pública pueden dar una acogida indiscriminada de una nueva oleada de inmigración por motivos de parentesco. Es hora de asumirlo, sin reticencias ni complejos. El ministro Corbacho lo ha explicado con la suficiente claridad y fundamento como para no rehuir el debate que plantea.