Filólogo

No entiendo a la gente que se abstiene, que no vota o que pasa de las elecciones. A poco que uno haya oído la radio, visto la televisión, leído el periódico, ha de deducir que las elecciones son el principio de toda prosperidad. Pues ni por esas: la gente prefiere irse al campo, quedarse en la cama o viendo la televisión y dejar a los interventores de las mesas con el lápiz en la mano y la casilla en blanco. Los analistas dirán que la abstención se debe a la falta de hábito democrático, a que no han calado los mensajes, a la dispersión de los mismos, o a su falta de atractivo.

Pero hay que ser muy duros de corazón, muy estrechos de miras para no apreciar la excelencia de los mismo. Hay que tener los oídos atascados de cerumen para desoír la voz que promete rebajarte los impuestos, especialmente si tienes a tu suegra en casa; hay que ser un pasota de los pies a la cabeza, para despreciar la oferta del pleno empleo o ningunear la decisión de que la sanidad sea el elemento de cohesión social; y hay que ser un manirroto para no apreciar la promesa de que se pagará el 50% de la inversión que se hagan en las nuevas tecnologías por parte de los autónomos, o tener mucho tiempo que perder para no apreciar la determinación de acabar con la burocracia, o ser muy ricos para no alegrarse de que te adelanten las ayudas de la UE y hasta los intereses o despreciar que vamos a tener ciudades de la ciencia, autopistas a discreción, casas regaladas, la red ferroviaria más inimaginable, la mejor enseñanza, el mejor tráfico, los mejores centros para viejos, los más grandes y mejores espacios verdes y las mejores fiestas para envidia de los pueblos de alrededor o que nos van a hacer, por fin, el puente.

--¿De cuantos ojos?, --pregunta el casta--, de tres.

--En este pueblo no tenemos río, ¿para qué queremos un puente de tres ojos?

--Pues pondremos el río y lo que haga falta.

¡Y la gente sin creérselo!