El deporte de élite es, más que nunca, un espectáculo. Y, como tal, se rige por sus leyes. Es decir, más allá de la práctica deportiva, del esfuerzo individual o colectivo, de la pasión que puede despertar, las reglas nos hablan de inversiones millonarias que han de generar dividendos notables, con un aumento exponencial del riesgo para satisfacer las demandas de los aficionados y la propia dinámica de la competición. A esta tendencia casi suicida, una espiral de consecuencias incalculables, auspiciada por un período de vacas gordas, se han apuntado particulares, empresas e instituciones, y no solo como forma de obtener ingresos sino también para satisfacer determinados egos. En el mundo del deporte, la vorágine de los últimos años ha sido extraordinaria. Compra-venta de equipos a cargo de fortunas más o menos claras, más o menos estables, contratos a larga distancia que aseguran liquidez en el presente y muchas dudas en el futuro, patrocinios con pies de barro, un aumento desmesurado de los sueldos. Todo ello, tal y como asegura el reportaje que ayer publicó este diario, se está tambaleando. Ya ha habido casos preclaros, como Akasvayu en Girona o el West Ham en el Reino Unido, pero las perspectivas se dibujan aun más oscuras y afectan de manera general a multitud de disciplinas, desde el fútbol al ciclismo, pasando por el motor o el baloncesto. Si el deporte ha sido casi siempre el circenses, la distracción que divertía a las masas, en época de crisis, donde el panem, el sustento, está en la cuerda floja, la posible caída en barrena de una cierta manera de entender este espectáculo tendrá implicaciones no sólo deportivas sino de más hondo calado social.