No es de extrañar que la buena gente española prefiera desde su hogar ver Sé lo que hicisteis, el Documental de la Dos, la descolorida reposición de Remington Steel o incluso en un trastorno mental transitorio zapear un ratito de Sálvame, antes que el Debate sobre el Estado de la Nación, invento soporífero de nula incidencia en nuestra vida diaria, (las decisiones se toman en los despachos, en las agencias de calificación, en los bancos, en Bruselas o en Sitges cuando se reúne el enigmático Grupo Bildelberg).

El rifirrafe parlamentario no es sino un anual acto electoral donde asistimos al espectáculo de dos fracasados culpándose mutuamente del fracaso español mientras sendas clacs esperpénticas ríen las intervenciones de uno y patalean las del otro y los subgrupos permanecen al acecho por sacar tajada para su cachito de España, a costa de los demás cachitos. Peligrosamente cerca de un punto sin retorno los presuntos padres de la Patria -chica- escenifican de nuevo su incompetencia y el descontento se ha hecho costumbre. Ya ni duele. Mis amigas son más felices desde que ignoran la política y reconocen que lo que les mola es el pulpo Paul. Yo, sin embargo, que no escarmiento, continúo sorprendiéndome cuando el presidente, impertérrito y sonriente en su cargo sin haberse disculpado aún ante los sufridos contribuyentes por su feroz cambio de criterio o por haber mantenido en la inopia a los que creían en él, les pide otra vez fidelidad con esa carita de bueno y dedica un tiempo precioso a hacer la pelota a los reyezuelos de Taifas prometiendo a la vez una cosa -que hará cumplir la sentencia del Estatut- y su contraria -que la sorteará.

Al otro lado está-no está ese señor barbudo que ayer huía del coñazo del desfile y hoy del Congreso, incapaz de afrontar una tarde tan aburrida y previsible como su propia persona, a la espera de que el contrincante se desplome por inercia si él no se quema antes en una falla de Valencia. Apago la tele. Mi hija me dice que el beso de Casillas es lo más visto en you-tube.