Suele abrirse un debate sobre los límites del humor y de la libertad de expresión cuando dichos límites ya han saltado por los aires. He reflexionado bastante sobre cuáles deberían ser las líneas rojas que nunca habrían de saltarse un humorista, un rapero, un periodista o un simple opinador, y sigo sin tener una postura clara. Dudo de la pertinencia de prohibir esos excesos verbales de igual forma que dudo de la pertinencia de permitir que salgan gratis. Además, ¿qué es excesivo? Al ciudadano rara vez le parecen hirientes los comentarios dedicados a zaherir a alguien «de la otra cuerda». Algunos no son tan melindrosos como yo y no solo no ponen reparos en reír las humillaciones al rival, sino que además se ponen muy dignos cuando esas ofensas le tocan de cerca.

¿Quién ha de establecer entonces esos límites? Sin duda alguna, la ciudadanía. Tal vez sea permisible que un humorista como Dani Mateo haga un sketch en el que se suena los mocos con la bandera de España, a sabiendas de que el público de El Intermedio recibe de buen grado todo lo que sea meterle el dedo en el ojo a quienes tienen ideas políticas diferentes.

Hasta ahí, perfecto. Tan perfecto como que las personas que se sienten humilladas cuando un humorista les da una patada en el trasero (en este caso usando la bandera de España) emprendan acciones efectivas contra él y contra quienes le amparan.

El Intermedio ya ha acusado el golpe, y tanto el Gran Wyoming (que se forra a costa de envolver la ofensa reiterativa en el humor) como Dani Mateo ya han teatralizado una escena pidiendo perdón. Es obvio que no se arrepienten de ofender al prójimo, sino de hacer peligrar el tinglado económico que sostiene su programa.

No entiendo por qué ciertos santurrones desaprueban el boicot. Es la mejor arma que tiene el ciudadano libre de poner freno, sin necesidad de debates estériles, a las humillaciones gratuitas.