Es fácil hablar de emociones. O, mejor dicho, sentirlas como seres humanos que somos, con esos automatismos que hacen de nuestra piel un termómetro de los sentimientos que nos recorren a diario. Imaginen lo sencillo que sería vivir sin angustiarse por lo que nos ocurre, sin llorar cuando nos disgustamos o prescindir de las alegrías que hacen de nuestro corazón el órgano principal del alma.

Así es como pasaría en el mundo irreal de las personas que renunciaran a emocionarse, por voluntad propia u obligadas por las circunstancias. Tan utópico que hasta cuesta pensarlo. Este preámbulo nace de la reflexión de intentar saber cuánto mandan en nuestras actitudes ante la vida esas emociones. Quizá mucho más de lo que pensamos.

De eso estoy seguro. Así es como trato de explicar por qué los espectadores son felices cuando salen de un concierto que les ha gustado. Así es como entiendo que, más allá de la profesionalidad encomiable en un trabajo, debe existir ese plus que nos dan las emociones que llueven cada jornada en nuestras vidas.

Hace unos días murió José María Íñigo, el famoso presentador de televisión que yo descubrí cuando era un niño en la tele antigua de la casa de mis padres. Han pasado los años y, ahora que solía escucharle en la radio, siempre reconocía a un hombre emocionado con su trabajo, tal y como lo contaba a los oyentes. Ese añadido al buen hacer ya sabido y a la experiencia de tantos años le convertían en alguien mejor.

Por eso quiero reivindicar hoy a quienes se emocionan con lo que hacen o que, al menos, lo intentan. Es un mineral que se vende caro en estos tiempos feroces. Intenten mañana el simulacro de vivir sin que la piel se les ponga de gallina. Sin una lágrima por un fracaso, sin un abrazo por un triunfo. Verán que será imposible.