Es difícil que alguien no esté de acuerdo: Cáceres, la ciudad que aspiró a ser capital cultural europea en 2016, está hoy culturalmente muerta o al menos en coma y, salvo excepciones como el Irish Fleadh, el Aula Valverde que mantienen, contra viento y marea (y contra el desinterés público), Pilar Galán y Mariángeles Pedrera, o el Aula de la Palabra, dirigida por Jesús María Gómez y Flores, la ciudad vegeta durante el año salvo en primavera, cuando se anima algo con el Womad o las ferias.

Últimamente han proliferado en Europa las residencias de escritores: lugares donde, lejos del mundanal ruido y, por otra parte, con apoyo y público garantizado, estos pueden dedicarse plenamente a su obra, o al menos intentarlo. Las hay en todos los países, de todas las formas y colores, con criterios objetivos y otorgadas a dedo.

Las hay bucólicas, como la de Montricher, en la montaña suiza; costeras, como las de Cascais o Saint Nazaire, o urbanas, como la de Stuttgart. Las hay excéntricas y nada aromáticas, como la de Stödvarfjördur, que es una factoría de pescado en Islandia. Las hay que parecen diseñadas para escribir una historia de terror: un faro en las Islas Shetland, o un castillo en Italia donde residió por ejemplo el argentino Patricio Pron, y donde uno se imagina las escenas de Saló de Pier Paolo Pasolini. Las hay injustas, como la Villa Decius de Cracovia, donde solo pueden residir escritores de las ciudades literarias de la Unesco, lo cual quiere decir que, de España, solo reciben a escritores barceloneses o granadinos (lo siento por Cracovia).

Ninguna de ellas es lujosa, y no suponen mucho cargo al erario público: en la de Praga, aparte de la habitación, dan una ayuda de 600 euros para manutención, que en esa ciudad es suficiente, y tampoco se trata de vivir como un sultán. Las hay de duración corta y prefijada, como la de Tartu, en Estonia, donde obligatoriamente han de pasarse los meses de octubre y noviembre, pues el programa se llama «Escritores en Otoño».

Y ese, me parece, podría ser un buen modelo para Cáceres. Tampoco hay que ser siempre original, y a veces basta con imitar lo que funciona en otros lugares. La localización ideal está clara: el Colegio Mayor Francisco de Sande, en pleno casco medieval, seduciría a muchos escritores en busca de retiro. Mil euros al mes, más los gastos de viaje, y dos meses de estancia, pongamos también octubre y noviembre, cuando en Cáceres ha comenzado el curso y los nuevos estudiantes descubren, tras las novatadas, que apenas hay nada en la ciudad hasta después de Navidades. ¿Condiciones? Que el escritor, o escritora, sepa hablar español, o inglés, y que escriba en su idioma algo que tenga relación con Cáceres o Extremadura. Aparte de eso, un par de charlas públicas, una ante los estudiantes de la universidad, y otra ante el público de la ciudad.

En nuestra ciudad viven escritores muy reconocidos (desde poetas como Javier Pérez Walias a novelistas como Eugenio Fuentes), que podrían participar en la selección y mediación de los candidatos. La literatura se nutre del intercambio y el escritor o escritora que viniera, pongamos, del Perú, México, Rusia o Guinea Ecuatorial pondría en esos dos meses una energía que podría dinamizar la vida literaria de la ciudad, como la dinamizó, durante un par de años, Eduardo Moga en Mérida.

Me parece una proposición modesta, pero como decía el marroquí, algo bueno, bonito y barato, que costaría menos de la décima parte de lo que cuestan premios como el Flor de Jara, otorgado por la Diputación, y que debería llamarse Flor de un Día, pues solo sirve de noticia efímera, comilona y honorarios para el jurado, sin repercusión real ninguna. Una iniciativa, en fin, para intentar poner nuestra ciudad en el mapa de las letras.

*Escritor.