El sueño de los fundadores de la actual Unión Europea está desvaneciéndose. El viejo ideal de crear un espacio único de paz, libertad y progreso ya casi resulta una utopía. Los populismos y los egoísmos nacionalistas están convirtiendo el otrora prometedor proyecto común en una mera entelequia. La europeidad ha perdido fuerza. La falta de imaginación y el poco entusiasmo de los burócratas europeos, colocados en las instituciones por sus amos, ponen de relieve su mediocridad. Y, si esto no bastara, los líderes nacionales, más preocupados por su propia supervivencia, hacen gala de un clientelismo electoral anodino. Si repasamos el plantel de dirigentes actuales es difícil encontrar hombres y mujeres que hagan sombra a las personalidades históricas que proyectaron, diseñaron y desarrollaron la idea de una Europa unida y solidaria. Sin ilusión, sin timoneles, Europa está quedando olvidada en su romántico rincón geográfico.

Para que la UE pueda desenvolverse con liderazgo en el nuevo orden mundial, es imprescindible una fuerte cooperación a fin de crear bases económicas sólidas que permitan competir con éxito en el cada vez más salvaje mercado mundial. La división interna y las fútiles políticas de campanario están dando como resultado que Europa pierda el protagonismo económico que tuvo antaño. La potencialidad económica se ha desplazado hacia el Suroeste asiático. La verdad es que empezamos a ser irrelevantes en el mundo. Solo nuestro prestigio histórico nos salva de ser ninguneados por el resto de los países.

La Unión Europea pasa por uno de los momentos más delicados desde su nacimiento. El sueño europeo de libertad e igualdad choca con los ruines intereses económicos. Cuando debemos reponernos de los ingentes daños humanos y económicos sufridos a causa de una grave pandemia, surge la insolidaridad más nefasta y egocéntrica. Los países del Norte no se fían del Sur, al que ven como mentiroso y juerguista, que no sabe hacer los deberes y que, cual cigarra cantarina, no prevé la llegada del invierno. Puede que en este aspecto el Norte tenga algo de razón. La falta de rigor presupuestario ha sido nuestra constante. De ahí que su ética protestante no les permite perdonar la indolencia y la falsedad. Pero ahora son otros tiempos. Las consecuencias de la crisis no vienen motivadas por una desacertada gestión económica o el derroche de sus dirigentes. Sino por factores ajenos a la población e incluso a sus políticos.

En una economía global, con un mercado muy liberalizado, la insolidaridad y la falta de colaboración entre los países europeos son una rémora para la creación de riqueza. A nadie se le escapa que en la actualidad los gobiernos deben gestionar sus problemas mediante dinámicas que traspasan sus fronteras. Una Europa empobrecida -o más bien un Sur empobrecido y diezmado- no será la solución para que los habitantes europeos -incluidos los del Norte- vuelvan a disfrutar de su anterior estado de bienestar.

En la era global y tecnológica que vivimos, la supremacía de los grandes grupos financieros ha reducido la relevancia de las funciones desempeñadas tradicionalmente por los Estados. Desde esta perspectiva, parece esencial intentar buscar una colaboración decidida entre los diversos países europeos para establecer líneas de cooperación y solidaridad. Es necesario no perder capacidad de innovación. La dependencia de terceros países puede suponer un rotundo inconveniente de cara a la mejora de nuestro bienestar y de la creación de riqueza.

Está claro que el principal problema con el que debe enfrentarse la Unión Europea es el ascenso de los nacionalismos insolidarios y los populismos aventureros. Los nacionalismos llevaron a Europa a los grandes enfrentamientos bélicos del pasado siglo. Tras sus fracasos, los líderes continentales abogaron por la integración económica de la Europa democrática. Y esa asociación inicial ha servido a la postre para mover la conciencia social de los europeos hacia una unión más firme y social. No hay que reinventar Europa. La solución es llegar hasta el final del camino trazado: la construcción de la Europa de los ciudadanos. Por eso, de cara al futuro, el único escenario posible será la construcción de una Europa más comprometida en la que paulatinamente la cesión de soberanía vaya diluyendo la acción de los Estados. Si este no es nuestro horizonte, la Unión Europa será un fiasco.

* Catedrático de Derecho Mercantil de la Universidad de Extremadura