TCtada junio cuando los alumnos de segundo terminan las clases para enfrentarse a la Selectividad revivo aquel tiempo tan feliz que nunca olvidaré de hace más de treinta años. Joven, entusiasta, optimista, atolondrada y rebelde acababa el bachillerato en la Barcelona convulsa del agónico tardofranquismo. Tiempos durísimos de violencia en la calle y en las instituciones. La España pobre y desprestigiada que nos tocó vivir y la situación política incierta ante un inminente cambio de régimen que podía ser pacífico o traumático llenaba de desconfianza e inquietud a nuestros mayores. Nada de esto percibía yo, porque para mí y mis felices compañeros se abría el porvenir en esplendor magnífico de ambiciones, ilusiones y esperanzas, de savia joven y sangre bulliciosa en las venas. El futuro era nuestro y nos enfrentábamos a él con la fuerza imparable de la edad, un poco inconscientes --¡Carpe diem!--, un poco asustados pero sabiendo que pese a todo, del trabajo y el esfuerzo dependía el destino. El ansia de independencia y las ganas de volar se mezclaban con el sabor agridulce de la niñez perdida. Empezaba una etapa abierta al riesgo, al amor, a la autonomía y a la madurez. Y aunque en poco se parece Arroyo de la Luz 2010 a Barcelona 1975, ni el Teatro Municipal al pequeño Salón de Actos de la Travesera de las Corts la nostalgia de mi pasado y el cariño y la fe en el futuro de estos muchachos que ahora empiezan su andadura universitaria, me emociona cada año más, ¡será la edad! Y desterrando un maternal deseo de protegerles, les deseo lo mejor a ellos que todavía no tienen canas ni arrugas ni callos en el alma o en el cuerpo. Que recorran el camino de su formación como aventura maravillosa de exigencia, enriquecimiento personal y servicio a esta sociedad que les necesita entusiastas, optimistas y preparados. Sin contaminarse con la desconfianza, el abatimiento o la mala conciencia de los responsables de una situación incierta en una España incierta. Porque nada está escrito y el futuro es suyo.