TPtuede llegar a ser comprensible, incluso plausible, la defensa a ultranza de los principios, valores, convicciones... aunque los argumentos que se esgriman lleguen a ser insignificantes. Esa es la grandeza de vivir en un sistema que permite expresarte libremente. Ahora bien, magnificar mediáticamente los efectos de las derrotas añade, analizándolo con tranquilidad, un plus de deslegitimación racional.

Hemos tenido algunos ejemplos recientemente. Se aprueba en el Congreso de los Diputados (si bien tiene que continuar su tramitación en el Senado) una norma que posibilita el matrimonio entre parejas del mismo sexo. Salen, lógicamente, opiniones a favor y en contra. Pero parece que lo que quieren dejar trascender los que no están de acuerdo no son las valoraciones morales, sino los presuntos perjuicios a los hasta ahora denominados matrimonios convencionales. Vamos, como si supusieran una amenaza. O como si ahora nos obligaran a casarnos a todos de una determinada manera.

Por otra parte, y ya como historiador, hemos de tener en cuenta que estamos asistiendo a una revolución. Es decir, a un acontecimiento que debido a nuestra educación, nos parece completamente sorprendente, novedoso, a algunos hasta les puede asustar. Sin embargo dentro de, esperemos, un corto periodo de tiempo, nuestra sociedad tendrá completamente asumida, como normal, esta nueva situación.

Seguramente los más jóvenes llegarán a preguntarse cómo ha sido posible que en nuestro país, no se permitieran, estas uniones en igualdad de derechos. Porque no olvidemos, estamos hablando eminentemente de un tema de Derecho.

Aunque en otro nivel, es algo parecido a lo que sucedió en los 80 con la aprobación de la ley del divorcio. Parecía que nos íbamos a cargar las estructuras más profundas de nuestra sociedad. Los primeros escolares, hijos de parejas separadas, eran vistos en los colegios casi como elementos extraños, singulares, casi estigmatizados. Hoy en día resulta habitual verlos convivir con absoluta normalidad con el resto de sus compañeros. Me comentan algunos profesores y maestros que si se hicieran estadísticas en el aula, en muchos casos es casi mayor el número de alumnos cuyos padres no viven juntos. Es una realidad felizmente superada y que junto a la llegada cada vez mayor de personas de otras culturas, razas y religiones permiten que el enriquecimiento de nuestro devenir cotidiano crezca.

Son, pues, momentos de respetar y perseguir hasta convertir en inútil la obsesión por consolidar, a toda costa, una única posición ante un mundo en constante cambio.

*Doctor en Historia