Vivimos en tal avalancha de información que, a menudo, lo que pasó la semana pasada parece más antiguo que lo ocurrido un par de años atrás. Es tal la cantidad de estímulos que recibimos, en forma de noticias (o “propaganda”), que la cuestión no es ya si seremos capaces de discriminar el grano de la paja, sino de mantener la capacidad de asimilar algo. Por mínima que sea.

Por eso ahora parecen lejanas, casi arcaicas, las discusiones acerca de si “se podía saber” o no. Toda la intencionalidad política sobre fechas en marzo ha quedado bastante ajada por la dureza de un virus que ha puesto en jaque al mundo entero. Era complicado prever la extensión, vida y duración de la pandemia. Hemos visto (y vivido) desaciertos y pasos atrás en países similares al nuestro, o en sistemas algo más alejados, como Reino Unido o Estados Unidos. El virus ha agrietado el funcionamiento de nuestras instituciones e infraestructuras sin distinción. Una vez el mundo marchaba como lo hacía en enero, y a nadie parecía preocuparle Wuhan, la expansión del virus era simplemente inevitable.

La adopción de las distintas medidas para poner freno a los contagios también ha provocado controversias. La historia reciente no había visto confinamientos y cierres generales de fronteras. Circunstancias más propias de períodos bélicos, que, al menos en Europa, sonaban a otros tiempos. Como una especie en (afortunadamente, y contra el exceso de la retórica frívola de algunos) extinción. Juzguemos como queramos las restricciones y su aplicación, pero cabe poca duda que, sin importar la gradación, iban a golpear seriamente a la economía. Aun siendo un factor conocido, y también sabiendo que nunca ha existido un auténtico dilema entre economía y salud en la dimensión pública (se hace reiterativo subrayar esto por enésima vez), el daño a corto plazo era inevitable.

Una conclusión inicial (y casi acelerada): no ha habido un mayor o menor nivel de aciertos en las medidas aplicadas según la orientación ideológica del gobierno. Antes que nada, muchas de las sociedades que han respondido mejor al reto del virus se han valido de condicionantes geográficos (Australia), culturales (Taiwan, Singapur) o de la estructura de un régimen autoritario (el alfa del coronavirus, China). Venían de serie.

Lo que sí exigía era trabajar ante las incertidumbres sociales y sanitarias que supone la pandemia en comprender el escenario derivado del ciclo enfermedad-cierre-apertura. Hay dos ejes básicos sobre el que debían reflexionar las decisiones económicas. Primero, ningún “escudo social” parará la reducción del ahorro privado que ha menguado durante 2020. Además, de una forma altamente asimétrica, entre otros factores porque la destrucción de empleo no se enjuaga con medidas transitorias (como los ERTE).

Segundo, se ha producido una asimetría del golpe distinguible por sectores de producción (alimentación, logística y distribución han resistido admirablemente, son primera necesidad) y que la rápida reactivación, cuando se de las condiciones necesarias, que se estiman en otros (transporte, ocio, restauración) no representa una recuperación inmediata. Especialmente porque muchas pequeñas empresas no habrán resistido en esos sectores y no hay un recambio inmediato.

Ahí están las diferencias. La vacuna ha despertado un optimismo “navideño” en la recuperación de la confianza. Incluso con una doble ola, las peores predicciones económicas no se han cumplido. Para la amplia mayoría de las grandes economías las previsiones para 2020 han ido mejorando desde junio. El OCDE estima una caída media en estas economías del 5.5 %.Sin embargo, España lidera el triste ranking de la economía avanzada que verá una mayor contracción este año (12,5%).

Para aquellos que ven la política como un martillo, todas las decisiones son clavos. Por eso han aplicado la ideología en las decisiones en materia económica y fiscal. No ha existido un plan de ayudas a autónomos, ni un sistema fiable de créditos “blandos” bajo garantías de facturación y empleo.

Sí se podían haber planteado moratorias en cotizaciones y bonificaciones a la creación de puestos de trabajo. Se podía haber optado por no incrementar impuestos, pero de nuevo, se opta porque sea el estado quien gestiones ingresos, mientras sufrimos una caída histórica en la recaudación. Todo esto, verán, sí era evitable.