Años 70. La imagen muestra un equipo de fútbol local antes del partido de rigor en una rudimentaria cancha de arena. El entrenador, de porte atlético, la camisa arremangada, está orgulloso de sus jugadores y de su pequeño retoño de cuatro años, vestido todo de blanco a imitación del Real Madrid. El niño soy yo y miro a la cámara intimidado mientras mi padre, el entrenador, saca pecho. Un día pletórico. Aunque, bien mirado, para él todos los días eran una fiesta.

Así lo recuerdo: apasionado e inmortal. Cuando se tomó la foto yo pensaba que ese hombre extravertido e ingenioso no moriría nunca, y aunque con los años crecí en entendimiento, él contribuyó a afianzar mi creencia en su inmortalidad.

Hablar de él es hablar de la grandeza de espíritu. No era un hombre moderno. Ajeno a la duda existencial, para realizarse no tuvo que viajar, picotear con las mujeres ni probar nuevos oficios: estaba realizado desde que a los doce años se puso el mandil para trabajar de pescadero en el mercado de abastos de la mano de Nati, su madre, mi abuela. Y desde entonces no cesó de alimentar sus tres grandes pasiones: el negocio, el fútbol y la familia. De corazón noble y de temperamento fuerte, no entendía el miedo a la acción, la apatía, la falta de iniciativa. Y así crecí yo, frágil filósofo existencialista, en el hogar de un coloso que se bebía la vida a borbotones.

Mi padre, que no era inmortal, deja mujer, cuatro hijos y una gran lección: la felicidad es posible. Cuando hace unos días, en pleno viaje a Cáceres, Madre Coraje me comunicó que mi padre había muerto, las lágrimas salvíficas no acudieron a mí. Algo indefinido me faltaba. Ahora lo sé: me faltaba la imagen gloriosa de ese equipo de fútbol que activara los recuerdos de quien tanto me quiso y a quien silenciosamente tanto quise. (Perdóname, padre).

Comentada, interiorizada y compartida la fotografía, ya puedo llorar en paz.