La Iglesia católica vive momentos insólitos. El gesto de Benedicto XVI renunciando al Papado para vestir el ropaje metafórico de peregrino, es histórico, no tanto porque desde el siglo XIII ningún Papa lo había hecho, sino por el órdago que ha lanzado a la Curia romana. La falta de vigor con la que justificó su renuncia constataba su fracaso para reformarla atajando los dos graves problemas que la han minado, la lucha por el poder y el descontrol de las finanzas vaticanas, problemas estrechamente relacionados y que las revelaciones sobre el informe secreto encargado por el mismo Pontífice confirmaban.

En las dos semanas transcurridas desde el anuncio de su renuncia, Benedicto XVI ha ido lanzando pistas sobre los verdaderos motivos y lo ha hecho con sus palabras pero también con sus acciones, como sus últimos nombramientos. También muy sutilmente ha marcado el camino a los cardenales que deben buscar un sucesor. Les ha dicho que las aguas bajan turbulentas y les ha recordado que la barca de la Iglesia no es suya, que está al servicio de la fe. En otras palabras, que hay que hacer limpieza y reformas.

Sobrio, escueto y aparentemente con una cierta prisa por retirarse a sus aposentos. Mientras en Roma seguían repicando las campanas, Joseph Ratzinger pronunciaba ayer sus últimas palabras como papa desde la villa de Castelgandolfo, a 20 kilómetros de Roma, donde se ha retirado después de su renuncia. Comienza ahora una etapa inédita para la iglesia católica, en la que 114 cardenales elegirán al sucesor de Benedicto XVI y, pocos días después, un nuevo papa deberá convivir con un expapa. El último discurso del Papa fue tan breve que provocó una cierta desilusión a los cientos de diocesanos de Roma, que desde hacía varias horas esperaban dentro de la villa papal. "Este es un día extraño para mí, porque, como sabéis, a partir de las ocho ya no seré papa, sino un peregrino que recorre la última etapa en esta tierra", dijo improvisando las palabras. "Seguiré todavía trabajando para el bien de la iglesia y de la humanidad con amor, rezos y reflexión", añadió antes de saludar a los presentes con un "gracias a todos y buenas noches".

En el 2005 muchos se preguntaban si su elección era la culminación de una ambiciosa carrera o bien era una pesada cruz que Ratzinger se vería obligado a llevar. Ocho años después, la respuesta está clara. Su Papado que parecía gris y distante, habrá resultado un necesario revulsivo. Que los cardenales reunidos en el Cónclave le hagan caso, es otra historia.