En los viejos tiempos, ser de izquierdas te llevaba a la tumba. Con un poco de suerte, solo tenías que pasar una temporada en la cárcel o exiliarte. Si aún te iba mejor, apenas si te quitaban el trabajo, te torturaban un poco y quedabas marginado socialmente para siempre.

Quizá tengan en mente la guerra civil española y la posguerra, periodo en el que, según Paul Preston, más de dos millones de españoles de izquierdas sufrieron algunas de esas cosas. Pero no. Hablo de las consecuencias de ser de izquierdas a lo largo de la historia y en la globalidad de territorios del mundo.

Por supuesto, todos dormimos mejor por la noche no teniendo cerca una guerra, ni teniendo que pensar que somos perseguidos o que tenemos que hacer las maletas para huir lejos o que quizá cuando nos despertemos nos hayan quitado nuestro modo de vida.

Lo que hay que pensar es cuánta gente puede dormir tranquila si al día siguiente tiene riesgo de perder su trabajo, si lleva meses o años sin encontrar uno digno, si tiene que irse lejos de España a buscarlo o si ve cómo alguno de sus seres queridos tiene que hacerlo, si no está segura de hasta cuándo podrá seguir pagando la hipoteca, si no encuentra la manera de encajar su deseo de ser padre o madre con su realidad económica o, en fin, si no halla su lugar en el mundo a causa de una marginación tácita que casi siempre es más oscura y dolorosa que la marginación explícita.

Lo que hay que preguntarse es si las guerras de antes —y que siguen siendo como antes en muchos países del mundo a cuyos ciudadanos despreciamos— son como las guerras de ahora, o si las guerras de ahora aún no hemos aprendido a confrontarlas. Hay que preguntarse si el puñado de personas que acumulan más del 90% del capital han decidido que en el mundo occidental es mejor hacer la guerra de otra forma. Aquellos que nos decimos de izquierdas y dormimos tranquilos por las noches tenemos que preguntarnos de qué lado estamos en esta guerra.

Ser de izquierdas, aunque parezca mentira, no es pintarse el pelo de azul. Tampoco es ponerse camisetas de colores ni enarbolar banderas —¡Ay, cuánto gustan las banderas, incluso a algunos de izquierdas!— que marcan la frontera, aunque colorida, entre unos y otras. Ser de izquierdas no se cifra en minutos de silencio delante de las puertas de los ayuntamientos ni en cuántas manifestaciones/romerías visita uno (¡me gustaría ver corriendo delante de los grises a quienes ahora bailan batucadas por los paseos de las grandes ciudades!).

La cultura pop nació a mitad del siglo XX, más o menos tras finalizar la II Guerra Mundial, precisamente cuando la sociedad necesitaba volver la cara a la fealdad de los dos grandes conflictos que tuvieron su corazón en Europa y, sobre todo, necesitada de olvidar la insoportable verdad del holocausto judío.

Lo pop consistió en ponerle colores al blanco y negro, en trivializar la profundidad de la reflexión humana, en subirse al carro del consumo como forma de ocio y en adornar materiales nobles con sustancias bastardas para que pudieran llegar a todo el mundo. Theodor Adorno dijo que lo kitsch no es más que la manera en que el poder controla la cultura para adaptarla a las necesidades del mercado y dársela al pueblo como papilla a los bebés.

No se ha analizado todavía con rigor la relación entre el desarrollo cultural y la evolución política, pero tengo muy claro que la izquierda pop tiene los orígenes en las mismas bases que la cultura pop. No se trata ya de llegar a la raíz de los problemas, lo que nos lleva indefectiblemente a desafiar al poder, a desobedecer y a estar en conflicto permanente con el sistema, sino de aceptar el orden establecido y disfrutar de los privilegios que este propone.

Como todo lo pop, la política también necesita un horizonte de estabilidad: ¿Quién querría bailar batucadas o teñirse el pelo de colores mientras alrededor reina la miseria o el caos? El problema es que la estabilidad siempre favorece a quienes les van bien las cosas. La izquierda que duerme bien por las noches debe comprender que se ha hecho cómplice de quienes manejan el poder que asfixia a los más desfavorecidos. Será entonces cuando abandone lo pop y se ponga a hacer política de verdad.

*Licenciado en Ciencias de la Información.