Escritor

El jubilado, conforme avanza el Pacto de Toledo, va perdiendo prestigio. Hubo un tiempo que jubilarse era un timbre de gloria. El Ejército, si el que se iba a la escala B demostraba tener una herida o un rasguño, o bien las ostias en el cuartel, lo hacía general honorífico para que pudiera ir con los entorchados el día de la patrona. Los médicos nunca se han retirado del todo, y los ves con el fonendo por la calle, y como un poco idos de este mundo. El bancario, aquel bancario que te salía a saludar a la puerta del banco, hoy está permutado por el que prematuramente con cuarenta años se para a ver cómo Aqualia arregla tuberías por la ciudad. Saponi y Celdrán son excepciones porque se jubilarán en el Senado, adonde aportarán un caudal de ideas. Después hay una legión de jubilados que vienen por cuenta propia, que al día siguiente de la jubilación se les pone una nube en un ojo, con un glaucoma, o una imprevista catarata, éstos suelen prender fuego a sus mujeres que les reprueban que ya no sirven para nada, ahora que ya sin trabajo podían echar un polvo en casa, pero el jubilado está totalmente hecho polvo él y en lugar de aceptar la proposición compra cinco litros de gasolina.

Y es que la propia policía deja correr la especie, como mi amigo, al que le pinchaban el coche en el garaje:

--Por las formas de clavarle la navaja o la lezna se trata de un jubilado.

Le dijo la policía:

--Tenga en cuenta que el jubilado por un lado tiene que ir al oculista, por otro su mujer se ceba con él, desprestigiándolo ante los hijos, ante Dios y ante la historia. Y eso le impulsa a clavar la lezna en la Pirelli del automóvil del vecino.

En Badajoz eran sonadas las despedidas de funcionarios en el Instituto Nacional de Previsión. Tenía el instituto un orador sagrado y la despedida era a moco tendido. A veces se pedía la ayuda del comisario Cortés Lavado, que si se entregaba además una cruz, solía decirle al jubilado:

--Lleva esta cruz, como Cristo llevó la suya al Calvario.

Se ha deteriorado mucho todo.