Tras la carnicería de Bali, los atentados de Kenia contra objetivos israelís confirman la osadía de la ofensiva terrorista que se atribuye a Al Qaeda, que dispone de bases seguras en Africa oriental y cuyas redes financieras actúan con aparente impunidad. El aspecto más inquietante de la escalada radica en la utilización de misiles tierra-aire y las dificultades para vigilar los perímetros de los aeropuertos. La inseguridad es universal y la alarma que siguió al 11-S, lejos de desaparecer, alimenta una profunda decepción. Mientras la Administración de George Bush persiste en su obsesión iraquí y sus intereses petroleros, el terrorismo pretende justificarse por la tragedia de Palestina, una guerra inacabable que ilustra la parcialidad de la potencia hegemónica, la inoperancia infamante de Europa y el fracaso del orden internacional. Probablemente Washington se equivoca de prioridad y favorece la extensión de un terror difuso, y entre los sucesores de Arafat cunde la desgarradora impresión de que el levantamiento armado fue un error. Los terroristas, mientras, ofrecen argumentos a quienes pretenden la liquidación de los palestinos. Nadie tiene convicción o fuerza para romper el círculo infernal.