Las elecciones presidenciales que hoy se celebran en Brasil inician la cuenta atrás hacia el final del fructífero mandato de Luiz Inácio Lula da Silva. El escepticismo con el que el establishment acogió la llegada de Lula al palacio de Alvorada ha dado paso a la admiración y Brasil parece, por fin, haberse liberado del fatalismo de la pobreza invencible, caldo de cultivo de una sociedad extremadamente dual. Porque a pesar de que el objetivo de garantizar a todos los ciudadanos tres comidas al día, como explicó Lula al principio de su presidencia, no ha sido alcanzado, el éxito de una economía en expansión a despecho de la crisis (8% de crecimiento del PIB) y la influencia cada vez mayor en el escenario latinoamericano hace pensar en un país con futuro.

Ni las tensiones inflacionistas, que amenazan la viabilidad del modelo económico brasileño, ni los casos de corrupción que han menudeado en el Partido de los Trabajadores, la formación de Lula, ni la presión de la oligarquía agraria, enfrentada a él, han hecho mella en la popularidad del mandatario saliente. Y aún menos han dañado las expectativas de Dilma Rousseff, depositaria de la herencia de Lula y que hoy puede lograr, incluso, la mayoría absoluta de votos.

Frente a quienes creen que el poder condena siempre al desgaste y la pérdida de popularidad, Lula es un muestra elocuente de que la situación puede ser otra. Basta con que la eficacia, honradez y realismo impregnen la actuación y con que nadie prometa el paraíso a la vuelta de la esquina.