TMti padre vivió una larga y profunda depresión debida, entre otras enfermedades del alma, a problemas económicos. Le recuerdo hundido en el sofá con hábito de penitente (zapatillas, pijama y barba de varios días) mirando atentamente hacia ninguna parte (o hacia el laberinto sin salida) delante de una pantalla de televisión que ofrecía coches de gama alta, desayunos de familias felices y cómicos contando chistes. Recuerdo también aquel poema de Jacques Prévert que nos recuerda lo terrible que puede resultar el pequeño ¡crec! de la cáscara de un huevo duro partiéndose en dos para el hombre que pasa hambre.

Recuerdo todo eso mientras me zampo unos percebes (100 dírhams: unos 9 euros) con un vasito de vino blanco local (Médaillon) sentado tan ricamente (que viene de rico) en la terraza de Casa Pepe, fundada en 1914, enfrente de la gran puerta de la medina del pueblecito marroquí de mis últimos veranos. Y mi momento perfecto se rompe ante la mirada de un transeúnte que me mira con los exactos ojos de mi padre delante de la tele, con el exacto dolor y la exacta rabia del que oye el ¡crec! del huevo duro de Prévert. Y todo yo, sin quererlo, me convierto en una provocación: soy el vino que le impide beber su Dios, la comida que no puede comer por su bolsillo, la boca con casi todos los dientes, la ropa limpia, el pasaporte que me permitirá cruzar el Estrecho y regresar al paraíso de los coches de gama alta y los felices desayunos familiares antes de dejar a los niños en la escuela.

Sabemos que no hace falta coger aviones para ver de cerca la miseria ni jugarse la vida en una patera para huir de ella, de la miseria que unos miserables --nosotros incluidos-- hemos decidido por acción u omisión que presida el planeta. ¿No quedamos en que todos éramos hermanos? Y lo trágico es que ya nos va bien que el laberinto no tenga salida.