De Cataluña se opina a manta. Hasta la extenuación. Incluso, hasta el desaliento. Todos, desde el más alto copete al más ínfimo pedorro de cuantos abrevan en la charca de la política, parecen tener opinión sobre lo que pasa, por qué pasa y qué sería conveniente que pasara. Pero hay una pregunta pendiente. Pendiente no solo de respuesta, pendiente también, y quizá esto sea lo más triste, de hacerse carne en boca de alguien. Pero la última frontera ya está aquí. Y va siendo ineludible pensar en algo más que en maridar buenas voluntades con buenos deseos.

El nacionalismo es un monstruo que se alimenta de sus propias vísceras. Gira en espiral y gira cada vez más rápido. Se acerca al sol y las tripas se le tuestan mientras le crecen tumorosas. Tiende al envenenamiento de las masas. Y las masas aduladas en el pesebre de la mentira, ahítas del veneno del halago, toman las calles; imponen el pensamiento único; y, finalmente, devoran a los tibios. Por ejemplo, Cataluña.

Pero hay mañana. Y la pregunta sigue estando ahí, en los bares de carretera y en la cabeza de quienes piensan y callan. Ante la sañuda perturbación del orden, frente a la obstinada desobediencia, contra el quebranto terebrante de la ley está la ultima ratio. La que nadie desea. La que no nos atrevemos siquiera a plantear. La que nos ronda y, sin embargo, a la que le volvemos la cara. Pero llegados al abismo es preciso preguntarnos por ella, por su conveniencia, por sus circunstancias y por sus consecuencias.

Queda la violencia. La que marca, determina y ordena la ley. No otra. La civilización, cualquiera, pero la nuestra también, se define porque frente a la barbarie está el poder de la ley. Las teorías de Max Weber sobre lo que él llamó el monopolio de la violencia son tan esenciales para la Humanidad, y están tan interiorizadas, como pudiera serlo la teoría de la gravitación. Aunque, por supuesto, las manzanas ya se caían de los árboles antes de que naciera Newton y los Estados ya ejercían el monopolio de la violencia antes de Weber lo advirtiera.

No existe alternativa. Ni para el Estado ni para los que le sirven. Y, de paso, para los que aspiramos al respeto de la ley. Las Fuerzas Armadas tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. No hago sino copiar de la Constitución vigente; de momento, pero aún vigente. El Estado está obligado a eliminar cualesquiera otras formas de violencia. No es opinable. Si renuncia a hacerlo deja de ser Estado. Está legitimado para ello no por una antigua tradición ni por el carisma de una determinada persona, sino por ley. Recuerden, la que nos hemos dado libremente los españoles.

¿Es conveniente o siquiera posible esa ultima ratio? ¿Estamos dispuestos y en condiciones para desatar la violencia contra el crimen o, por el contrario, preferimos sucumbir ante él? Así de sencillo y, al mismo tiempo, así de dramático. ¿Les temblará el pulso a nuestros gobernantes? Es más, ¿les importa algo a nuestros gobernantes la integridad territorial de España? Y, ay,… ¿está nuestro Ejército para sustos? Y lo que es peor, cien mil veces peor, ¿están dispuestos los españoles, los que juraron bandera (y los que no), a morir y matar por defender esta vieja patria soberana?

Si antes de despeñarnos, planteada la cuestión, la respuesta fuera contraria al empleo de los mecanismos legales para la defensa de España, si no hay voluntad de acallar la violencia criminal por miedo al empleo de las armas, si eso fuera así, sería conveniente bajarnos los pantalones, peinar flores, convocar a la mayor brevedad un referéndum de autodeterminación en Cataluña y dejarnos de monsergas. Mejor hoy que mañana. Y que la hecatombe nos sea leve.