WEw n estos días de recogimiento familiar, que son a la vez un momento propicio para la reflexión sobre las condiciones sociales y económicas de cada familia, salta a la vista que no hay una Navidad, sino muchas, variadas y dispares, según las circunstancias en que se desarrolla la vida de cada persona. En una época tan difícil como la que vivimos, en la que la crisis económica ha irrumpido de tal forma que está condicionando la vida de la mayoría aun sin haber perdido el trabajo --mucha más la de los 4,5 millones que no lo tienen--, la Navidad vuelve, por un lado, con su mensaje de siempre, ligado a la tradición cristiana: de paz, de solidaridad, de hermanamiento entre las personas, pero también con su fiebre consumista y con esa necesidad, para algunos insoportable a tenor de la pasión que le dedican, de celebrar por todo lo alto unos días como los de ahora.

La Navidad también arrastra consigo un poso en el que cabe de todo: desde las expresiones más bellas del pensamiento o el arte hasta los ejemplos más preclaros de lo kitsch; desde una reflexión sobre la condición humana hasta la consumación de placeres y lujos que parecen poco compatibles con los tiempos de crisis, un torbellino de fiesta que muchas veces se aleja de lo que hemos venido en llamar el auténtico espíritu navideño. No hace falta estar muy atento a la actualidad para encontrar testimonios que nos hablan de Navidades distintas, marcadas por la precariedad y las dudas ante un futuro incierto, azotadas por las necesidades primarias insatisfechas, a cuestas con el peso de la hipoteca, el paro y la desazón familiar. Por no hablar del síndrome de la silla vacía, que supone la mayor expresión del desconsuelo que se evidencia más estos días ante la pérdida de un ser querido. Pero también están al alcance de todos otros testimonios que nos ilustran sobre la bondad humana, sobre la voluntad de sobreponerse a las dificultades, sobre el ímpetu que nos empuja a celebrar, más allá de las creencias religiosas y del agnosticismo, algo --quizá incierto, difuso-- que nos engarza con el pasado, con la sensibilidad de una cultura milenaria, con todos aquellos que nos precedieron, con los que nos sobrevivirán.

Para muchos, un sencillo árbol navideño al que colgarle una discretas bolas que son como íntimos deseos; o un humilde belén, reconstruido cada año con el empeño de quien sabe que la felicidad anida en los detalles que son fértiles aunque parezcan insignificantes, se elevan por encima de las dificultades de los días aciagos y son la expresión de la esperanza.

Puede que el secreto esté, como casi siempre, en los clásicos. En lecciones como las del inolvidable Cuento de Navidad, de Dickens. O en el retrato --dulce y amargo a un tiempo, como la vida misma-- de otra crisis profunda, que dibujó el sin par Frank Capra en Qué bello es vivir.

Y es que pese a todo, pese a la deriva contemporánea, la Navidad nos indica que hay un camino de superación y solidaridad, de confraternización y fe en el futuro. Y que está a nuestro alcance. Esa es, a la postre, la enseñanza de estos días: que siempre habrá una ocasión para creer en el hombre.