Cantautor

Somos muchos los que hemos renunciado a muchas cosas. Pero nunca al café de la mañana. Al menos yo no estoy dispuesto a hacerlo.

Suelo ir a un bar decorado con dos cabezas de ciervo con ojos vidriosos, como si tuvieran una copa de más y en esa situación comprometida hubieran sido sorprendidos por un cazador furtivo. A fuerza de estar ahí ya nadie los ve. Como tampoco vemos la combinación imposible de colores de paredes y azulejos. Me siento en un rincón y observo durante veinte minutos un entrar y salir de profesores del instituto, empleados del banco, albañiles polacos y latinos de las obras eternas, abuelos de la tercera edad, amas de casa.

A esas horas de la mañana me cuesta hablar, tampoco pienso en nada. Simplemente me gusta estar con todos, así, a distancia. Observo sus manos, sus gestos, su respiración, el tono de su voz, su acento, entre una babel de retazos de conversaciones que hablan de literatura, de fútbol, de cañerías, del tiempo, de cómo se van los euros. Hasta de temas esotéricos, ya ves tú. Todo en voz muy alta, como debe ser.

A veces he pensado que sería distinta nuestra soledad. Sería una soledad muy acompañada, muy llena de gente, muy habitada, muy poblada de seres humanos que viven en la misma época que nosotros. A veces he pensado que sería distinta nuestra soledad si fuéramos capaces de captar la diversidad, la riqueza, la belleza de la gente. Sus deseos, su fuerza, su sensibilidad, sus anhelos. También su dolor, sus obsesiones, sus problemas. Su humanidad, en suma. Viviríamos agradecidos al que pasa a nuestro lado, por pasar a nuestro lado, al que nos habla, porque nos habla, al que nos mira, porque nos mira. No viviríamos a la defensiva. Viviríamos enamorados.