En las calurosas tardes de verano de mi infancia, el día en el que no tocaba piscina y en el que el Lorenzo apretaba demasiado para salir a la calle -es decir, la mayoría- la banda sonora de las horas de la siesta era siempre la misma. Un rumor inescrutable para los incrédulos, unas palabras imperceptibles para el no creyente. Lo único que se lograba captar era el «ruega por nosotros».

Mi abuela fracasó en enseñarme a leer el rosario. Tanto como en su intento frustrado de enseñarme a coser, algo de lo que aún me arrepiento. Pero en mi cabeza quedaron grabadas todas esas tardes de oraciones. Eran ella y varias vecinas: María, Catalina, Teresa... Que con el paso del tiempo inevitablemente fueron reduciéndose.

Siempre tuve la teoría de que se rotaban para quedarse dormidas durante el rezo. Más tarde, se encontraban para «subir» a la misa a las 8 de la tarde, cuando repicaban las campanas a una hora en la que los estragos del verano extremeño ya son más llevaderos.

Hoy, la niña que las escuchaba sigue otros rituales. Alarma en el móvil para levantarme a tiempo. Zapatillas y ropa deportiva. Paseíto hasta el estudio con la esterilla bajo el brazo -que parece ser llaman «mat»-. Y yoga.

Pero ojo, que esto del yoga no va solo de meditar. Es deportivo. En las infinitas variantes ofrecidas por el estudio en sus diversos horarios distribuidos a lo largo del día para que los podamos encajar en nuestras vidas cronometradas. Ejercicio, sudor, meditación. Aquí se trata de «dejar ir».

A mi abuela y sus vecinas un señor les pedía que confesaran sus malas acciones, sus «pecados», y tomar la hostia consagrada después para poder quedar en paz. A mí la monitora me empuja a dejar la mente en blanco y conectarme con el universo. A que depuremos lo malo y agradezcamos a la vida por estar aquí y ahora.

Son dos métodos bastante opuestos. «Debe haber alguna verdad humana que está más allá de la religión», decía la italiana Oriana Fallaci.

La espiritualidad es una necesidad básica del ser humano. Parar, reflexionar, analizar nuestros pasos. Preguntarnos qué rumbo tomamos en la vida.

Debo apuntar que creo que en el salto generacional de mi abuela a mí logramos un gran avance, que es el no tener que contar nuestros secretos más oscuros a un señor de negra sotana. Amén. Namasté.