Escritor

Hace tiempo, una noche de Navidad, refugiados algunos perdidos en una discoteca, comentó alguien el tono y el romanticismo --si pudiera decirse así-- de las navidades del pasado. El disc-jockey, un chico muy escéptico, nos dijo, contundente: pero qué Navidad ni Navidad. Ahora sólo hay El Corte Inglés.

¿Es cierto? La Navidad, que hasta bien entrados los años 60 era aquí una fiesta con elementos rurales y aún medievales (pastorcillos, pesebres, villancicos, zambombas, rabeles...), era y es una fiesta religiosa para quienes tienen unas creencias que --es evidente-- no todos compartimos. Yo estoy seguro de que hay muchos cristianos (dejo aparte la ilusión de los muy niños) que siguen creyendo y celebrando el verdadero espíritu de la Navidad: el nacimiento de un Redentor para un mundo de hombres y mujeres culpables. Yo no tengo tal creencia. ¿Redimirnos de la vida?, pero quiero creer que serán estos cristianos auténticos --a los que naturalmente respeto-- los que más lamenten el mercantilismo abusivo, el capitalismo descarado (y salvaje) que hoy lo llena todo, Navidad incluida.

Con vagos tópicos de amor fraterno y familiar, y símbolos católicos o cristianos (lo que debiera disgustar a cristianos y católicos), la Navidad ahora, como todo, es producción y consumo, gregarismo, pérdida de identidad individual, gran triunfo de ese horrible Moloch en el que Allen Ginsberg, el poeta beat y homosexual, veía la imagen del consumismo capitalista sin mesura. Sólo el dinero cuenta. Y todo queda en comprar y vender. ¿Puede subsistir la Navidad genuina, en medio de esa Navidad consumista, batahola de ruidos que nada dicen, pese a las apariencias de viejo sabor entrañable?

Pero es que además la Navidad --los días navideños-- oculta con manto cristiano, antiquísimas fiestas paganas: el nacimiento de los dioses solares (de Osiris a Mitra) con lo que ello significaba de fiestas de renovación, de búsqueda de una vida distinta, de cambio al filo del solsticio de invierno, el Sol Invictus; además de las Dionisíacas griegas --fiestas esencialmente campesinas, con mucho jolgorio-- y las Saturnales romanas, de las que queda un vago eco en el, también aparentemente cristianizado, Día de los Inocentes. Con esto quiero sólo decir que bajo la unidad navideña (falsa ya hoy) laten otras muchas fiestas que fueron abolidas, pero no olvidadas.

¿No sería más sano para todos --para los cristianos también-- que las fiestas de la renovación de la luz, de la íntima libertad y de la catarsis del año nuevo, fueran celebradas de diferentes modos --dentro de la alegría-- y con diferentes símbolos, para que no se termine de deteriorar todo? Porque la Navidad nunca ha dejado de ser pagana, pese al belén y a los villancicos, y hoy --en un Estado teóricamente, pero sólo teóricamente aconfesional-- nadie tendría que estar obligado a padecer una sola Navidad o un modo único de la fiesta.

Sí, también la Navidad precisa democracia. Pero, ¿qué le importa al Gran Capital --al nuevo Moloch-- que festejemos a Cristo o al Sol, o a los silentes imperios de la Luna, que dijo otro poeta? La rueda incesante de la producción y el consumo necesita (lo vemos por todos lados, desde el Prestige a la televisión basura) de una alternativa, que no acaba de llegar. Y mientras, ¿qué queda, realmente, de Navidad?