TLta austeridad además de una terapia de choque contra la crisis, contiene, cuando es ejercida desde los poderes públicos, una pedagogía testimonial y ejemplarizante, un gesto de coherencia y de solidaridad hacia los más desfavorecidos, junto a la constatación de que la Administración no es un ente ajeno a las inquietudes de la calle, sino que tiene capacidad sobrada como para adoptar medidas que ajusten nuestras formas de vida a las posibilidades de una realidad diferente.

La caída de los ingresos y el aumento del gasto público representan un binomio insostenible. Lo que invita a optimizar recursos y a promover un ajuste presupuestario que reduzca el déficit. Pero para ello es preciso contar con el concurso de las comunidades autónomas, ya que éstas gestionan el 43% de los recursos. A tal efecto se ha creado una comisión con el encargo de diseñar estrategias para reducir del gasto y rentabilizar los recursos.

Se trata de llenar de contenidos los acuerdos y de cuantificar las medidas, para que no se quede todo en una mera declaración de buenas intenciones. Y que se produzca una reestructuración que vaya más allá del recorte de alguna consejería, de refundir áreas, de reasignar competencias, o de suprimir fastos; algo que apele a un sentimiento de lealtad y a un cambio de actitud, elaborando propuestas abiertas en función de las características de cada comunidad, con un control trimestral del gasto público.

La austeridad suscita escasas afinidades. Y menos aún cuando en su nombre se pretenden modificar nuestros hábitos de vida. Pero son los planes de ahorro como el del veinte por ciento de la energía de los edificios públicos, la racionalización del gasto farmacéutico, o la reducción de estructuras y empresas públicas, los que son capaces de generar confianza: son recortes que deberían hacerse extensibles a viajes, restaurantes, hoteles, coches oficiales, asesorías externas, dietas, o cualquier otro privilegio de los que gozan los servidores públicos.

Se pretende ahorrar por esta vía 10.000 millones de euros, lo que unido al nuevo modelo de economía productiva y a las reformas estructurales e impositivas, pudiera constituir un revulsivo que haría nuestra economía más eficiente y creíble en Bruselas. Esta manera de proceder puede considerarse más o menos acertada, pero contienen una clara intención regeneradora, ya que no hay peor error que el de la pasividad, el de sentarse a esperar a que la inercia arrastre el peso muerto de nuestra propia incompetencia.

Más que una conjura contra esta atmósfera de desconfianza, de lo que se trata es de podar las ramas improductivas del árbol de las instituciones, lastimando lo menos posible los servicios del contribuyente, y sobre todo que no se despilfarre con una mano lo que tan trabajosamente se ahorra con la otra.