TMte gusta mucho nadar. En el mar. El baile de las olas que mecen o zarandean, el azul inmenso en torno, la luz del Mediterráneo, el sabor a sal, el olor a yodo, la húmeda ingravidez, la frescura suave frente al sol cegador reviven para mí cada verano el sueño de la libertad. Andar por la playa, perder la vista en el horizonte, absorber la grandeza de los espacios, el contraste del oro, el blanco, el turquesa, respirar hondo, quemarme los pies en la arena ardiente y negra, refrescarlos en la orilla. Brincar en el agua, rachar las olas, bucear, hacer el muerto... Desde chica paso los veranos en las --todavía tranquilas, pero menos-- playas de Almería, y aunque el pueblecito de pescadores que guarda los secretos de mis añorados veranos azules de la infancia, sin coches, ni turistas, ni grúas, ni puertos deportivos es hoy una localidad turística más, que en agosto no resulta ni acogedora ni romántica, nadie puede robarme mis recuerdos. No soporto en cambio las piscinas cubiertas, el sabor a cloro, el olor a desinfectante, las calles obligatorias, el ruidoso eco de los otros nadadores, la rutina de la braza, el croll, la espalda, la mariposa, los pies sempiternamente húmedos amenazados por hongos. Y sin embargo admiro a los disciplinados atletas que nos deleitan con sus evoluciones acuáticas en los divertidísimos campeonatos del mundo de natación de Roma. Flipo con los saltos mortales imposibles de esos humanos peces voladores, me emociono con los bailes de las ondinas sincronizadoras como Gemma , que trazan en el agua armónicas danzas, me extasío ante los delfines de esbeltos cuerpos que recorren las celestes piscinas como Phelps . Duelos de ágiles anguilas y de atléticos tiburones, milagro del deporte y la competición justa que hace a los jóvenes más sanos, más hermosos y más sabios. ¡Qué magnífica la natación y qué pena que el triunfo final no dependa a veces del mérito, la valía y el esfuerzo, sino de los prejuicios o errores de los jueces o, lo que es peor, del poliuretano de los bañadores!