Tradicionalmente, el primer mes de cada año era conocido en España como el de la cuesta de enero. A la vorágine consumista de las fiestas navideñas, se sumaba una suerte de perversa confabulación al alza de los precios que dejaba un doloroso rastro en las economías domésticas. El panorama ha cambiado tras la sacudida de la gran recesión y para muchas familias aquella cuesta inicial se ha extendido a casi todos los meses del año. Frente a la cierta contención en los precios con la que se entró en el 2016 (año cargado de elecciones que diseñaron la política económica del Gobierno), enero del 2017 anuncia sobresaltos en el coste de servicios domésticos esenciales, especialmente en la luz o el gas natural, cuyo consumo se disparará lógicamente ahora con las bajas temperaturas invernales. A falta de una reforma fiscal de mayor equidad, las arcas públicas intentarán alimentarse con el aumento de algunos impuestos indirectos. Los gravámenes sobre las bebidas alcohólicas de mayor graduación ya han crecido, así como los del tabaco. La novedad será la aparición de un nuevo tributo sobre las bebidas refrescantes con exceso de azúcar. El descarado afán recaudatorio en este último caso viene equilibrado por los efectos positivos que un presunto descenso de esos productos puede tener en la salud pública. Llegan, sin embargo, noticias más tranquilizadoras relacionadas con el precio del agua o de los transportes públicos, que mantendrán sus actuales tarifas en la mayoría de las poblaciones. El recientemente pactado aumento del salario mínimo interprofesional va acompañado de una dura contrapartida: la actualización de las pensiones en un 0,25% -unos dos euros al mes de media en Extremadura- puede suponer, por el aumento de la inflación, un duro palo para la paga de los pensionistas.

No hay duda de que la crisis y su desigual salida ha erosionado gravemente el poder adquisitivo de los salarios, situación más dolorosa si cabe cuando crece el beneficio empresarial. Las macrocifras predicen signos positivos, pero los datos sociales siguen mostrando una realidad de más pobreza y desigualdad. El nuevo año será la prueba de fuego para la economía española, que deberá demostrar que las reformas de las que presume el Gobierno empiezan a notarse en el monedero del ciudadano o, por el contrario, han sido parches que no dejarán de pasar factura.