El don de la prudencia es una bendición que, desgraciadamente, no ha recaído sobre todos los seres humanos que habitamos el planeta. Platón unía la prudencia a la templanza, la fortaleza y la justicia para presentar un ramillete con las facultades que engrandecen la condición humana. Epicuro la encumbraba hasta situarla en una atalaya como el «más excelso de los bienes». El cristianismo la considera una de las cuatro virtudes cardinales. Y, en el Siglo de Oro, Baltasar Gracián escribía sobre ella en el ‘Oráculo manual y el arte de la prudencia’. A lo largo de milenios, no han sido pocos los teólogos, filósofos y literatos que han publicado textos con sesudas o didácticas disquisiciones sobre ella. Sin embargo, para el presidente de la Junta, la prudencia solo es una excusa a la que agarrarse para justificar los desatinos de su gobierno en la planificación y ejecución del proceso de vacunación. Por las declaraciones en las que atribuía los retrasos en la vacunación a la subordinación del proceso al «principio de prudencia», a Fernández Vara le han llovido chuzos de punta. Y no es para menos. Porque, para salir de un charco, ha empujado a muchos a la ciénaga de la incredulidad y las dudas sobre esas vacunas que tanto anhelábamos. No tengo a Vara por un imbécil; ni tampoco por un apóstol de la conspiración o un activista anti-vacunas. Por lo que solo cabe interpretar su falsa prudencia como un señuelo para alevines que se agarran a cualquier anzuelo y se conforman con cualquier embuste. Tras la polémica, el presidente publicó un ‘tuit’ en el que algunos vieron disculpas cuando, en sustancia, lo que había era ironía y reafirmación. A pesar de su empeño por hacernos pensar lo contrario, quiero creer que Vara nos mintió. Es la menos mala de las posibles explicaciones. La otra, la de sus excusas, lo dibujarían como un presidente que, aun teniendo dudas sobre los efectos de la vacuna, animó a la población a inoculársela y utilizó como conejillos de indias a ancianos y sanitarios. Para no acongojarnos, habrá que pensar que el presidente no leyó a los clásicos griegos, ni a Gracián, que faltó a catequesis cuando hablaron de las virtudes cardinales, y que la única prudencia de la que ha oído hablar es de ‘la Pruden’, la regente de bar que interpretaba Anabel Alonso en ‘Los ladrones van a la oficina’. Pensemos eso: que es un ignaro o un trapacero. Lo contrario nos llevaría a concluir que estamos en manos de un desalmado. Y eso, a estas alturas de la pandemia, ya es demasiado para el ‘body’.

*Diplomado en Magisterio