TCtada una de las grandes manifestaciones que hemos vivido en democracia ha dejado destellos dignos de rememorar. Tras el 23 F quedó fijado el pacto entre los ciudadanos y la clase política por la libertad y la democracia. El asesinato de Tomás y Valiente nos dejó las manos blancas de los estudiantes enfrentadas a las manchadas de sangre de su asesino. De las movilizaciones por el secuestro de Miguel Angel Blanco quedó aquel grito esclarecedor: "¡Vascos sí, ETA no!". Con el ¡No a la guerra! y el ¡Nunca mais!, los ciudadanos expresaron una declaración de principios no convenientemente escuchada por quien debía. Otras movilizaciones dejaron en el aire preguntas inquietantes para el poder, como aquel "¿quién ha sido?", tras la matanza del 11M.

La concentración del martes en Madrid no fue grande en número de asistentes, pero también nos dejó uno de esos gestos que merece ser guardado en la memoria: el silencio. Con el precedente vivido en las concentraciones del lunes, en las que grupos de energúmenos insultaron sin piedad a representantes socialistas, y con el ambiente que se mascaba en la Puerta de Alcalá en los momentos previos a la concentración, en los que se intercambiaban gestos de apoyo y peticiones de dimisión dirigidas a Zapatero , todo hacía pensar que los dos minutos de silencio reclamados en honor de Raúl Centeno y de las víctimas de ETA no fuera respetado. Pero todo el mundo calló.

Tras cuatro años atronadores en los que, con tanta frecuencia, la palabra se ha convertido en arma letal contra el adversario, en instrumento de la mentira, en preciso artilugio para la manipulación más grosera, aquellos dos minutos de silencio fueron un reconfortante regalo ciudadano. Un silencio que honra a quienes nos dejaron y que marca el camino a nuestros responsables públicos, no para que callen, sino para que dialoguen o discutan a cara de perro, pero donde deben hacerlo y como deben hacerlo. Con la discreción que requiere la lucha contra el terrorismo, la misma que ha permitido detener en un tiempo récord a los presuntos asesinos de Raúl Centeno, la misma con la que él y su compañero, Fernando Trapero , trabajaban en primera línea de fuego, jugándose la vida para evitar otras muertes. Hombres de cuyo trabajo nunca hubiéramos sabido de no haber tropezado con sus asesinos, noble sigilo que empequeñece aún más a tanto zafio petardero empeñado en no dejarnos en paz.