THtace unos días un profesor sintió en un pasillo de un instituto de secundaria pasar muy cerca de su rostro lo que en principio podría parecer, y de hecho lo fue, una pequeña bola de papel. En otras circunstancias, el profesor podría haber decidido pasar de largo, pero esta vez no. Su reacción inmediata fue mirar a su alrededor, en busca del origen de la trayectoria y del responsable directo del lanzamiento. Los primeros indicios apuntaban con cierta seguridad hacia la clase de segundo de bachillerato. Movido por su indignación recorrió la corta distancia que le separaba de la clase y al llegar exclamó: ¿Quién ha tirado el papel?

Las reacciones del alumnado fueron variadas. Unos alegaron desconocer de qué hablaba el profesor y confesaron que llevaban más de una hora sin despegar sus posaderas de la silla. Otros, preocupados por su posible inculpación, dejaron claro con aspavientos variados su total inocencia en los hechos y el desconocimiento de quién podría haber tirado el papel. "Si no sale el culpable, os pondré a toda la clase una amonestación", amenazó el profesor. Molesto con lo que interpretó como excusas, sentenció que, dado que nadie se atrevía a confesar su fechoría, se veía obligado a recurrir a instancias mayores, es decir, el director, para que fuera él quien decidiera qué medidas adoptar. Algunos alumnos se quejaron de lo que consideraban un atropello o un sinsentido. Ellos habían estado todo el tiempo dentro del aula y desconocían quién podría ser el culpable del desafortunado lanzamiento.

XPOCOS MINUTOSx más tarde se presenta el profesor con el director en el aula, quien sentencia con determinación que a menos que al final de la jornada escolar el culpable confiese, toda la clase se verá arrastrada por las consecuencias de su silencio. Los alumnos, ojos como platos, sonríen perplejos.

Es previsible que algunos lectores, mientras leían mi relato, han sido conscientes de la infértil estrategia del profesor y del director, quienes en vez de aprovechar el suceso como una estupenda ocasión para aprender a solucionar pequeños conflictos con sentido común, decidieron convertir el hecho en un nuevo caso del inspector Hércules Poirot. Lo que al parecer les importaba no era que los alumnos aprendieran una sencilla lección --es recomendable no tirar papeles al suelo--, sino provocar la confesión inmediata del culpable, instando incluso a que los propios compañeros sean quienes se acusen unos a los otros.

Pese a que llevamos ya a nuestras espaldas algunas décadas de democracia, ¿aprendimos la lección primordial de convivir? Una insignificante bola de papel activa inconscientemente nuestra necesidad de restituir la justicia, sin aprovechar el suceso como una oportunidad para aprender de lo sucedido.