La farsa electoral que mantiene en pie el presidente de Zimbabue, Robert Mugabe, para el día 27, presentada ante su corte de aduladores como "un plebiscito contra el imperialismo", subraya la crueldad extrema de un régimen condenado por la opinión pública internacional, el Consejo de Seguridad de la ONU y los países de su entorno. Mugabe ha quedado a su suerte, lo cual no significa que su posición interior se haya debilitado y que su Gobierno tenga los días contados. Significa que algunos de los resortes con los que creía contar para gestionar la crisis a su gusto --la disposición de Suráfrica a buscar una salida negociada y la comprensión de China-- se han esfumado. El error de cálculo cometido por Mugabe al acosar hasta la asfixia a su oponente en las elecciones, Morgan Tsvangirai, que el domingo retiró su candidatura y se refugió en la embajada de Holanda, ha contribuido a deslegitimar sin paliativos la segunda vuelta de las elecciones. Si hasta el domingo estaba justificado abrigar toda clase de reservas sobre la pulcritud del proceso, con Tsvangirai fuera de circulación no cabe albergar ninguna duda de que Mugabe ha diseñado una reelección a su medida, con la población atemorizada, víctima de una angustiosa crisis de subsistencias y sometida a toda clase de arbitrariedades.

Se trata de un esquema que se ha repetido ad nauseam en una región de Africa condenada a soportar las peores lacras heredadas del colonialismo, y que reúne todos los ingredientes para desembocar en una crisis apocalíptica si la comunidad internacional no pasa de las palabras a los hechos sin exasperar al sátrapa.