Una cubeta pintada de verde es todo cuento me aproxima al mar. Dentro almacena agua color marengo y musgo. Se mece muy despacio. Se desliza como el pie de tiza de una bailarina. Hace olas si la miro de soslayo y oleaje si me pongo a hacer el equipaje. Una simple cubeta en la terraza. A veces le llueve dentro el chorro mimoso de la colada, como esas tardes tibias de octubre que quieren verterse dentro de casa con su poquito de frío y su compota de membrillos para la merienda.

Si hay algo que me obnubila, es el goteo continuo y rítmico del agua que escurren los pijamas y las camisas blancas cuando encienden la luz del amanecer sobre las cuerdas del tendedero. Luego está el vapor que sube hacia los manteles, como si el zumo de sus limones hubiera inundado mi terraza y luego, en cascada, el complejo andamio que nos sujeta a este lugar.

La humedad de mi cubeta embreada la mido con un psicómetro que guardo en el cajón de los cubiertos; él me avisa de cuándo llegamos al punto de rocío, que es la temperatura en que el vapor de agua se transforma en líquido. Así es como se forma la niebla que a veces desdibuja el mar y su horizonte azul, sus barcos y gaviotas, sus faros y todo cuanto flota alrededor.

Mi cubeta es todo cuanto recuerdo del mar. El ala irisada de una mosca flotando en la superficie, me trae recuerdos de aquella pelota que el viento se llevó mar adentro. Y las hojas tardías de glicinia que han venido volando de un balcón cercano parecen barquitas de pescadores, ancladas en la noche para la pesca de limandas.

Podría no ver el mar este verano y ser feliz con mi cubeta y su gran fondo marino. Es como ser ciega ante tanta belleza pero acariciarla con el sonido, sentirla como se siente la seda de una tela que propician los gusanos... Unos bichos sibaritas que reclaman mimos para ser productivos. Tanto es así, que en China se decía de ellos que detestaban el frío, la humedad, la suciedad, el ruido, el olor a pescado frito, las lágrimas y los gritos.

Hacer seda requiere una vida sedosa. Hilar largos hilos de luz siendo una oruga, conduce a un único pensamiento, y es, que todo lo hermoso nace en silencio.

El agua es silencio. El aire lo es cuando no es viento. Un beso bonito es silencio. Y un beso no dado está condenado al silencio. La misma noche de Madrid, durante la prolongada noche pandémica, ha sido, de puro silencio, un hallazgo. La siesta es silencio en abundancia, así como el acto de leer y rezar para uno mismo.

Y hablando de rezar... el olor a incienso dibuja en las iglesias incontables trazos de silencio.

No sé si sabré hacer maletas como las de antes porque desde que nos arrasó el virus, he desechado mis vestidos con la luz y los amores que llevaban dentro. A las perchas de mi armario se le han ido cayendo las flores, los helados de fresa y las frases cosidas a las camisetas, los brillos y volantes de tanto viaje sin sentido. Ahora mi vestuario parece un estuario pues he vuelto al marengo, el color gris oscuro del mar al amanecer, según la bióloga y escritora Mónica Fernández-Aceytuno. A quien por cierto, debo la calma que tanto clamaba mi alma.

Creo haber encontrado el lugar ideal al que viajar sin la acostumbrada e incómoda parafernalia de botones y cremalleras, sin cremas ni brochas de pintar la cara. Ese lugar tiene el esplendor de una habitación de techos muy altos, reposa en una suave pendiente entre bosques y pastos... allí, siempre es una tarde fresca de junio de cualquier año anterior a 2020.

Miro mi cubeta verde y sé que he llegado al lugar de mi último veraneo.

* Periodista