Pocas veces se da una relación tan directa entre la creación literaria y la peripecia personal como en el caso de Jorge Semprún, fallecido el martes en París. Testigo de la hecatombe civil que le llevó al exilio, del desmoronamiento de Europa y de la ignominia de los campos de exterminio, Semprún antepuso siempre el compromiso ético a la militancia política y la coherencia personal a los designios de los estados mayores. De ahí que deba considerársele uno de los últimos representantes de una generación que encontró su razón de ser en la lucha contra los totalitarismos y las ideas preconcebidas. Para alguien que, como Semprún, se empeñó en anteponer el debate sin cortapisas a la imposición de los poderosos, debió ser especialmente hiriente el espectáculo de nuestros días, con la superación de la crisis dejada en manos de tecnócratas de las finanzas. Para quien se arriesgó en la clandestinidad comunista, pero prefirió la heterodoxia a la claudicación ideológica, el pragmatismo a toda costa del presente debió parecerle un callejón sin salida. Para quien construyó su obra en dos lenguas, los nacionalismos exacerbados que debilitan a los europeos debió verlos como la antítesis de su pensamiento. Por estas razones, en un periodo tan precisado de referencias cívicas, merece Semprún tener un espacio en la memoria colectiva de sus conciudadanos. Por encima de sus méritos literarios, de su etapa de ministro, del reconocimiento público y de los premios que obtuvo, el legado de Semprún es el de un intelectual ejemplar que nunca se doblegó.