Los Campos Elíseos han vuelto a ser el escenario mítico de la apoteosis del ciclismo. Agotado por el vaivén de la edición más loca del Tour en muchos años, Floyd Landis ha subido a lo más alto del cajón después de la pájara de La Toussuire, de la exhibición en Morzine-Avoriaz y de la confirmación de su clase en la etapa contrarreloj de Montceau-les-Mines.

El Tour del 2006 pasará a la historia como el Tour en el que nos volvimos a divertir. Las perspectivas --no está de más recordarlo-- eran catastróficas. La bomba de la Operación Puerto (el desmantelamiento, en Madrid, de una red organizada de dopaje) estalló justo antes del inicio de la ronda francesa, desestabilizando por completo a la familia ciclista. Los favoritos fueron expulsados o se retiraron, al menos, por medida precautoria.

El Tour solo parecía tener cura con una sobredosis de emoción, de sorpresa, de competitividad. Y llegó el remedio. La ronda que ayer acabó en Paris ha vuelto a hermanar el deporte y la épica con el coraje, con el esfuerzo y el desfallecimiento, con la condición humana.

Hemos vuelto a vibrar en julio, tras tantos años en los que todo parecía demasiado mecánico, demasiado previsible. Ha triunfado Landis, otro norteamericano afincado en Catalunya, como Armstrong, pero la inteligencia, el amor propio y la valentía de Oscar Pereiro bien merecen un aplauso. Y un punto y aparte de ilusión en el futuro, en julio del 2007.