Apesar de las veces que le aconsejamos muchos que debía dedicarse a desarrollar su actividad profesional en el mundo de la sanidad, ella era una de esas mujeres que optaron por renunciar a su trabajo para cuidar y estar al cargo de su familia y dedicarse a ella en cuerpo y alma. Es cierto que podía haber optado por dejar a sus hijos en las magníficas guarderías en las que, sin ninguna duda, había excelentes profesionales, pero no estaba dispuesta a dejarlos a las siete de la mañana para recogerlos a las seis de la tarde.

Sabía que su decisión no era de lo más moderno y casi parecía ir en contra de la definición de mujer moderna y liberada, pero ella decía que necesitaba estar con sus hijos la mayor parte del tiempo que pudiera. Se levantaba temprano y, antes de que despertaran sus niños y después de despedir a su marido que se iba al trabajo, ya había dado ella unas pocas de vueltas a la casa con el cepillo, recogedor y fregona, mientras su hogar comenzaba a impregnarse de exquisitos aromas que procedían de la cocina que anunciaban la elaboración de unos de sus maravillosos guisos que preparaba cada día. No necesitaba muchos ingredientes. Con pocos, pero bien elegidos por ella, que aprendió de su abuela y después de su madre, lograba hacer salivar a cualquiera que tuviera la suerte de estar cerca para captar los efluvios que olían a gloria, acompañados de la música de los «chups, chups» de la cocción a fuego lento, siempre a fuego lento.

Y luego comenzaba a escuchar los sonidos cotidianos que cada día esperaba oír y que procedían de la habitación de los niños. Al principio eran pequeños gemidos de bebé que reclamaban su atención inmediata. Sus ojos, los de ella y los de sus hijos, se iluminaban cuando sus miradas se encontraban en la habitación por la que el sol dejaba entrar un luminoso y cálido rayo entre los resquicios de la persiana. Y ahí empezaba, a la vez que seguía cociendo el guiso del día en la cocina, la primera lección para aprender a hablar que ella les explicaba a sus hijos como una gran profesional en pedagogía, a pesar de que en lo que a ella le hubiera gustado trabajar fuera era en el mundo de la enfermería, de la atención y ayuda a los demás y a los enfermos y a los que, en definitiva, más la necesitarán. Ésa era su vocación.

Las primeras palabras de sus lecciones eran muy breves, pero las repetía mucho y les decía, «mamá», «papá» y «buenos días, mi amor», y sus hijos, desde pequeños aprendían a sonreír escuchándola. Y, a pesar de trabajar de limpiadora, cuidadora, cocinera, enfermera y profesora, cuando se le preguntaba por su profesión, paradójicamente, y como les pasaba a muchas mujeres, tenía que decir que no trabajaba. En los documentos que en las diferentes Administraciones de Estado tuviera que presentar como ciudadana, al lado de su nombre siempre aparecía el eufemismo de «sus labores».

Y efectivamente es cierto, eran sus labores a las que ella se dedicaba, pero eran labores como las de muchas mujeres de su generación, dedicadas a los demás, a vertebrar y mantener unidas a las familias, sin percibir remuneración alguna por ese gran trabajo que siempre realizaron. Y lo que es peor, sin poder conseguir pensión de jubilación para la edad de la vejez. Debería ser una asignatura pendiente ya aprobada para todos los gobiernos del siglo en que vivimos, reconocer una paga a los padres y madres que decidieran dedicarse a la dura labor de trabajar en el hogar. Tan digno e importante es trabajar como médico, o como profesor, o cuidador o jardinero, que llevar el peso dedicándose a las tareas que exige un hogar. Debiera ser reconocido como un trabajo con los mismos derechos que cualquier otra profesión, tan digna y remunerada como otra cualquiera, porque eso también dignificaría la labor de muchas mujeres que siempre trabajaron en sus familias sin ser nunca considerado, desgraciadamente, como un trabajo por la sociedad.

Siempre he visto en esta mujer a una gran profesional. Veo en sus hijos a unas personas extraordinarias porque ella realizó un buen trabajo junto a ellos remunerado sólo con amor. Tuve la enorme suerte de conocerla y la quise. Se llamaba Valentina.

*Exdirector del IES Ágora de Cáceres.