De vuelta al asfalto este verano, descubrí las ciudades casi cerradas, como un supermercado desierto donde antes en invierno hubo clientes.

La sensación de vacío invade las calles según la hora del día. Solo falta un cartel que advierta de que podríamos desaparecer tragados por una alcantarilla porque nadie se iba a enterar.

Tengo una sensación extraña. Imagino que a usted también le pasa.

La otra noche me ocurrió que estuve en una plaza llena de gente tomando el fresco y asistí asombrado a tal cantidad de público rodeándome. Había perdido la costumbre en las orillas de playas desiertas.

Algo me está ocurriendo este verano. Suelo detener la mirada en las pieles blancas de los peatones, me ocurre que asomo a la ventana y veo a los mismos albañiles que terminan por fin la casa de enfrente y duermo entre sueños pesados hasta que la luz del día me llena la cara.

Pero de entre todas las cosas que pasan a mi alrededor, asisto con horror a la muerte en el agua, en el mismo océano donde yo me bañaba ayer, sin que los responsables de poner orden en el mar sepan hacerlo.

Hay tragedias cotidianas que saben a sal, tan amarga como la soledad de los cuerpos perdidos entre las tablas de una embarcación a la deriva.

Y mientras tanto, ronda la vida mi calle cuando ya ha anochecido, recupero los pies donde antes pisaba y el café de las mañanas vuelve a saber a soledad y horas por delante.

Acaba julio y siento que el verano ya vuela. Que pronto se irán mis amigos a otros lugares donde encontrar la felicidad que se merecen.

Hagan igual, desconecten del estío, que los minutos son más largos, que vuelan los días. Y no se asusten porque también su ciudad se haya ido de vacaciones.