Uno de los mayores orgullos de la cultura italiana es haber sido los inventores de la Commedia dell’Arte, donde la improvisación y el propio actor invadían el lugar del texto. Es la consciencia de que la vida no está planificada, una forma de celebración de lo espontáneo, un elogio de la adaptación. No hay que tomarse todo en serio, y lo que menos, aquello que se torna voluntariamente grave y formal. Puro teatro. Por eso, allí, la política es un espectáculo que los italianos aceptan sin darle demasiada importancia.

Hasta que Berlusconi logró terminar legislatura (en su segundo mandato, tras el breve en medio de los noventa) de tres años, habían pasado más de 30 años y 20 primeros ministros sin cumplir esa «hazaña». La política italiana se ha caracterizado durante más de cuatro décadas por su inestabilidad estructural. Y el país lo asume casi con naturalidad.

Esta volatibilidad, sin embargo, no ha impedido un gran crecimiento económico sostenido, espoleados por dos sectores (textil, automoción) donde Italia ha sabido crear multinacionales de base global. Con dos etapas de esplendor: el milagro económico de la posguerra en los 60 y la expansión de finales de los 90, a través del crecimiento en el mercado común y las exportaciones. Pareciera que el país se había acostumbrado a avanzar a pesar o a espaldas de la política y la intrusión expansiva del sector público. Italia entendió que el desarrollo económico era algo muy serio como para dejarlo en exclusiva en manos de los políticos.

Durante años, la gran obsesión de la política española fue Italia. Como un espejo en el que mirarse, quizá por un proceso de identificación cultural que no existía con Francia o Alemania. Por no hablar de un Reino Unido con el que existe cierto (amistoso, pero histórico) antagonismo. Italia era una meta para esa España democrática y desarrollista, empapada de olimpismo, alegría y dinero barato que transitó como un ejemplo de salud económica y social hasta el estallido de la gran crisis. Por eso, Zapatero proclamó el sorpasso en 2007: nuestra economía superaría ese mismo año a la de Italia. Ya sabemos que nuestro expresidente no cuenta con dotes de adivino. Aunque al menos acertó en diferido, una década después. España superó en 2017 el PIB per cápita italiano.

Ahora que no sabremos si en julio contaremos con gobierno --solo o en compañía de otros-- o todo lo contrario, ahora que hemos sabido tragarnos unas dobles elecciones o vivir más de 500 días con administraciones en funciones. Ahora que la clase política se ha fijado más en su proyección mediática que en su verdadera labor legislativa, hemos crecido por encima de nuestros otrora idolatrados vecinos europeos.

Y ha sido imitando la vía italiana. España se ha desprendido del impulso de las multinacionales nacidas de antiguos monopolios estatales, ha intentado salir de la cobertura económica de un sector público en retirada forzosa (por la crisis), y se ha mostrado ejemplo de crecimiento en la última década de la zona euro. Es más que evidente que otro italiano, Draghi, ha ayudado sobremanera con la relajación de la política monetaria desde el BCE, pero las razones son sobre todo internas.

No es casual que dos publicaciones como Financial Times o The Economist hayan puesto en entredicho recientemente la comparación entre los dos países. A pesar de nuestra sempiterna asignatura pendiente del desempleo, ambas cabeceras aseguran que España está más preparada para resistir --también socialmente-- una nueva sacudida financiera.

España ha emergido desde la parálisis económica porque la sociedad civil ha decidido ocupar el liderazgo, sin importar si la política entra o no en ello. Solo así se explica el continuado récord de exportaciones o el tremendo esfuerzo de reducir endeudamiento que ha hecho el sector privado, en especial familias y pymes. Lo que es una evidencia del poder de la responsabilidad individual frente a un modelo de continua acción pública.

Italia, es curioso, admira a España porque «funciona». Cosa que a ellos les resulta imposible, ahogados en burocracia continua, la ingente economía sumergida y un sistema fiscal ineficiente. Andreotti, en una visita a España en la década de los ochenta, se asombró del tremendo avance español. Pero advirtió de la poca cintura de sus pares. «Manca finezza». Tenía razón.