Escribo este artículo mientras ideo la manera de enviárselo a los maquetadores de la redacción, ahora que sufro ese mal del siglo XXI, tan temible como las pandemias, la depresión o la soledad: la imposibilidad de establecer conexión a Internet. Cinco días después de dar el primer parte de avería, seguimos en el dique seco, abandonados a nuestra suerte, huérfanos de un salvífico técnico de la compañía telefónica -o en su defecto un psicólogo- que se acerque a nuestro hogar para sacarnos de la ciénaga. Y aquí seguimos, comunicándonos con nuestras amistades vía palomas mensajeras.

A nuestros antepasados, habituados al hambre, la carestía, la enfermedad o los partos imposibles, esto les parecería un problema menor, una banalidad propia de niños ricos del primer mundo; pero los que ya lo han sufrido (¡oh, compañeros de viaje, enviadme ánimo!) sabrán que es mejor que te abandone tu cónyuge, tu amante o la suerte en el casino que la conexión a Internet.

Son los tiempos que corren: vivimos enganchados a las pantallas, al otro lado de las cuales hay personas (familiares, amigos, clientes, jefes) que viven a su vez enganchados a otro adictivo monitor. He tratado de engañarme, hacerme creer que lo que realmente me fastidia no es el vicio por la vida online, sino el pundonor laboral. Y, aunque es cierto que sin Internet no podría trabajar, en el fondo presiento que soy un yonqui más en busca de la dosis diaria de kilobits que meterme por la vena.

La gran novela apocalíptica del siglo XXI no retrataría la invasión de los extraterrestres (ahí siguen los pobres, matando el rato jugando al ping-pong en el Área 51), el estallido de un gran meteorito o de un nuevo diluvio de dimensiones bíblicas. Nada sería tan preocupante como que desaparecieran las telecomunicaciones, a la manera de los dinosaurios.

Vivir sin Internet es una tortura. Quien lo probó la sabe.