Uno de los aspectos de la vida en el que somos más coherentes con nosotros mismos es en la elección de nuestros hobbies. Se trata de divertirse, de modo que los escogemos libremente y los adecuamos a nuestros gustos y a nuestras aptitudes. No conozco escaladores que tengan vértigo, jugadores de polo a los que les den miedo los caballos ni surfistas que no disfruten con el agua. Sin embargo, contradicciones de la vida, hay una excepción que me tiene preocupada: conozco a muchos cazadores que dicen amar a los animales. Lo dicen, como lo dicen también los toreros, sin ningún tipo de rubor, como si realmente lo creyeran. Pero yo, la verdad, no me lo trago.

No tengo nada personal contra los cazadores. Son, por regla general, gente normal; el profesor de historia, el electricista, la abogada, el panadero... Vecinos cordiales, madres y padres cariñosos, ciudadanos honestos que pagan sus impuestos, que ayudan a cruzar la calle a una anciana, que bailan La Conga en las fiestas patronales. Pero cuando se ponen los pantalones de camuflaje y se echan al hombro la escopeta, se transforman. Su mirada se torna ancestral y primitiva, su instinto se vuelve depredador. Apuntan sin compasión y sin que les tiemble el pulso a un elefante, a un ciervo o a un jabalí, y se alegran cuando acaban de un balazo y para siempre con su belleza, con su libertad y con su vida.

Hay infinidad de cosas que no entiendo, pero esta en concreto es una cuestión inescrutable para mí. No le encuentro explicación, sobre todo porque, como nos pasa a todos con nuestras aficiones, ellos también la practican por placer. Me pregunto qué misteriosa y oscura conexión encontrarán entre amar y matar, entre diversión y muerte, entre satisfacción y sangre. Aunque bien pensado prefiero no saber la respuesta, puede que me diera mucho miedo. O mucha rabia. Yo, por desgracia, no puedo hacer nada: al fin y al cabo, la caza es una actividad legal. Que cacen entonces, pero que no me digan que aman a los animales. Eso no, por favor. No soporto que me mientan.