Recorro Reino Unido en silencio, escuchando desde el confortable asiento de mi tren los acentos de su geografía: el rudo inglés de Escocia, el susurrado de Londres, el escandaloso de Sussex-, y en todos y cada uno de los bellos parajes uno de tono elevado, claro, y muy familiar: el español de los jóvenes emigrantes que cada día llegan a las tierras de los hombres pelirrojos con falda, los caballeros de la tabla redonda y la ginebra.

Los españoles que vienen a Reino Unido (desde donde escribo esta semana) nunca antes lo habían tenido tan difícil. Para los ingleses hace años que el trato con españoles dejó de ser algo exótico; hablar en inglés para vivir en cualquier ciudad del reino es, en la práctica, algo innecesario; y nunca antes ser español había estado tan devaluado como ahora. Además, el número de compatriotas recibidos se ha multiplicado exponencialmente en los últimos tres años. En todo ello hay algo que conocemos bien, la sensación de que el extranjero está quitando el trabajo.

Ya lo decía el anuncio de Campofrío, exportamos, sí, pero las generaciones más preparadas; El perfil de emigrante ha variado en los últimos cincuenta años, si antes era personal no cualificado ahora, además de la ropa, llevan idiomas, licenciatura y máster. Antes iban a trabajar dejando en España a sus familias, no se relacionaban con los propios del país receptor, y enviaban importantes divisas. Hoy los que se van son jóvenes que no miran hacia atrás ni añoran una pronta vuelta, los jóvenes de hoy van, simplemente, a vivir.

Con el estudio PISA y el coste de la educación encima de la mesa es momento de plantear un cambio profundo. Debemos pasar del orgullo por exportar jóvenes preparados a trabajar para crear empleo cualificado y que éstos encuentren aquí su lugar donde poder desarrollarse profesionalmente. La educación es el motor de un país, nosotros, además de provocar una desaceleración, contribuimos a que otros países, que nunca lo imaginaron, reciban un empujón sin haber asumido ningún coste.