Cierro los ojos. Cuando los abro ya no está alguien querido, un hermano, un amigo, un compañero que ha tenido la mala suerte de sentarse atrás. Desaparece, así de simple. Sales de tu casa y salvas la vida, al modificar tu ruta habitual porque te apetece ir dando un paseo en lugar de coger el coche. Entras a comprar en un centro comercial o coges un tren de cercanías y en un momento te recogen del suelo entre dos porque ya no puedes moverte y no podrás hacerlo nunca más sin ayuda.

Luego viene lo peor, despertar y saber que el espanto continúa dentro, agazapado, esperando una mínima señal para invadir tus días de desesperación. Porque nadie va a explicarte por qué ya no ves, o por qué no tienes a tu hijo, o simplemente por qué. Entonces imagino que la venganza se mezcla con el deseo de justicia. Que paguen por lo que han hecho. Por las tardes en que no puedo salir, por el trabajo que no tengo, por las noches en las que duermo sin ella al lado. Que sufran lo que yo. Pero los juicios son lentos, y las penas parecen pequeñas. Y todo el mundo exige: resignación, capacidad de perdonar para que podamos pasar página en este país. Pero quién me devuelve la vida que no tengo ahora que vamos a vivir en paz.

Cierro los ojos y trato de ponerme en el lugar de las víctimas. Qué fácil opinar desde la salud y la normalidad. No sé a qué partido me uniría en busca de respuestas. Qué importan las siglas. Nadie puede erigirse en portavoz de las víctimas pero tampoco nadie puede criticarlas con despreocupación. Cierren los ojos. Imaginen que lo que más quieren desaparece. Cuando los abran, a lo mejor saben de qué estamos hablando.