Aunque la leyenda es mayor que los casos documentados, arrojar polizones al mar no es una práctica poco común. Los capitanes con menos escrúpulos prefieren ahorrarse los costes que acarrea descubrir polizones a bordo. La tripulación, si se da el caso, tiene que comunicar su descubrimiento en el país de destino y allí enfrentarse a varios problemas.

La legislación obliga a los armadores de los buques a costear la repatriación de los inmigrantes ilegales que se encuentren en la nave e incluso, según los casos, pueden tener que volver atrás en el camino andado para dejar a los polizones en su lugar de origen. Además, si los viajeros clandestinos se escapan en un puerto extranjero, los propietarios de la embarcación se enfrentan a multas de hasta 180.000 euros. En el mejor de los casos, el barco ha de permanecer amarrado hasta que se resuelva su situación.

Por eso, oficiales inhumanos optan por abandonar en el mar a los polizones. En 1995 dos oficiales de un carguero ucraniano fueron condenados a cadena perpetua en Francia por arrojar al mar a ocho sin papeles que murieron frente a las costas portuguesas. En julio de 1996 cuatro nigerianos fueron rescatados del mar frente al paseo marítimo de Las Palmas.