Eustaquio Blanco está en plena forma. El restaurante. Y la memoria del cocinero. Cáceres, en cuestiones gastronómicas, no se puede entender sin Eustaquio Blanco, el cocinero. Desde Badajoz, donde yo escribo estas líneas, su figura se agiganta. Fallecido en 2010, marcó a fuego parte de la historia, de la historia íntima, de la ciudad de la Ribera del Marco. Medalla de Extremadura en 2007, el mismo año que se premió a los Azcona de Badajoz. Azconas y Blancos, caminos paralelos. Cáceres y Badajoz.

La ausencia del condotiero hace sospechar la disgregación de su mesnada. Vana sospecha en este caso. El Restaurante Eustaquio Blanco sigue fino (filipino). Ha sorteado la crisis y sigue despachando calidad y buen servicio en un entorno finolis. Con los matices que cada paladar o cada bolsillo quiera resaltar, pero Eustaquio Blanco sigue siendo un restaurante de bandera para Cáceres.

Cené, que no comí. Hecho que pudiera alterar la opinión del que suscribe. Cenar fuera de casa un día de diario en Extremadura es tarea más propia de Amadís Gaula que de humilde pedestre. Fundamentalmente porque los comedores están vacíos. Aguantar sin recoger velas durante la tormenta es timbre de orgullo que adorna a solo unos pocos. Eustaquio Blanco, por ejemplo.

Entré, tomé un aperitivo en la barra y le tomé el pulso a la clientela. Las nueve de la noche y gente bien. En Cáceres ser gente bien es cosa corriente. Se tiende a ser, o, al menos, a parecer gente bien. Algo entrados en años los parroquianos. Una joven de bolsillo fortificado se toma un respiro después de mucho comprar. No es de esas barras de epatar con solemnes viandas (percebes en cascada), pero los respiros se toman de manera razonable.

Nada más entrar en el comedor te recogen el abrigo, gabán, cazadora, chaqueta o lo que se tercie. Un detalle que ya no se ve (y que se agradece porque suele preludiar un magnífico yantar). Toda una declaración de intenciones. Pocos clientes, pero suficientes para dar calor humano. Una mesa de tres parejas de mediana edad, que, por lo que le pude oír a la voz cantante, debían ser medio médicos; y otra con dos caballeros algo más jóvenes y también algo menos ruidosos. Copa para el agua de cristal tallado, flores naturales, mantel de tela superior plus y gentileza sin impostura en el camarero de guardia. O sea, cojonudo.

Más complejo resultó elegir. El menú del día (solo de lunes a viernes) por 18 euros se leía con apetito: bacalao con gratinado de ajos negros, merluza en salsa de calamar, lubina a la plancha,…; además los postres parecían cuidados. Por otro lado, la carta ofrecía algunos de los platos que se hicieron inseparables del mítico chef ya fallecido: las migas con huevo, la sopa de tomate, la perdiz estofada, los judiones con bacalao, el solomillo de venado, el jabalí a las guindas y otras delicias de cuando Franco era cabo. Y, a modo de tentación en la que caí, un menú degustación (de lunes a domingo) de seis platos, platazos, por 28 euros (bebida no incluida). Paté de caza con compota de manzana, ensalada de perdiz escabechada (¡aúpa!), migas con huevo (de llorar mucho y bien), bacalao con pimentón (creo que se les fue la mano con el pimentón como a Thor con el martillo, pero supongo que habrá comensales más machotes que yo), presa ibérica (previsible, pero sabrosa) y el helado de higos. Cena de prior carmelitano, si es que los carmelitas toleran tales excesos. Todo acompañado por una copa, exprimida a sutiles sorbos, de Bega Luberri Crianza del 2015; un rioja amable de esos que parecen riberas. Ay,… ¡quién estuviera en Elciego más a menudo! Rioja alavesa de mis entretelas,... En fin, un restaurante de tintes clásicos que lo mismo sirve para agasajar a los consuegros que para comer (o cenar) un menú degustación de pegolete a un precio magnífico.